Han vuelto al colegio, al horario, al uniforme, al bocadillo, las extraescolares… Y muchos padres respiran aliviados. No sin un leve gesto de culpa, pero aliviados al fin y al cabo. ¿Qué dice esto de nuestra sociedad?
Vivimos el primer día de colegio con júbilo por la restauración del orden. “¡Por fin!” suspira una madre desde el coche. “¡Ya era hora!” murmura el padre con el café en la mano. ¿Qué ha pasado con esos niños que corrían, gritaban y vivían?
¿Qué ha pasado, en efecto, con nuestra visión de los hijos?
No es escasa la ironía de que esta sensación de alivio, tan común, tan admitida, coincida con el inicio de un nuevo ciclo académico, aquel en el que se supone que confiamos altos ideales: el saber, el desarrollo y la madurez. Pero no se si esa confianza en la educación no es también, en el fondo, una coartada. Un disfraz social y legítimo de una realidad más íntima: el deseo de estar sin ellos.
Seamos honestos: en muchos hogares, el regreso al colegio no se vive como una etapa educativa, sino como un descanso paterno, sobre todo en casos de difícil conciliación laboral.
No como el principio de un camino formativo, sino como la clausura de una temporada de ruido.
¿Y acaso no revela eso una fractura en el corazón de la familia?
El ritmo de vida que hemos asumido pone todo cada vez más difícil, pero duele pensar que hayamos hecho del hijo una anomalía.
No hay más que ver cómo habla la cultura sobre los niños: son “una carga”, “una inversión”, “una renuncia a la carrera profesional”, “un estrés”. En muchos casos, no solo las instituciones han abandonado el lenguaje del hijo como don, sino también nosotros, aún sin quererlo.
Decía Tertuliano que “el alma es naturalmente cristiana”. Pues bien: también el alma, cuando se acomoda demasiado al mundo, se vuelve funcionalista. Pues mide, planifica, calcula, compara…. Y nuestros hijos, en muchas ocasiones, pasan a ocupar la categoría de estorbo.
Por eso suspiramos aliviados cuando se cierra la puerta del aula el primer día de septiembre. Porque ya sólo tendremos un huésped temporal. Exagero pero me preocupa.
¿No debería pellizcarnos el corazón al verlos partir?
No dramas descontrolados, ni con sensiblería barata, sino con la conciencia clara de que cada vez que se alejan de nosotros —al colegio— se adelanta un poco la partida definitiva. La de su madurez.
Sí, educar es preparar para la partida y nosotros sólo somos guardianes de sus almas. Pero mientras,
¿no deberíamos hacer algo más que sobrevivir su presencia?
Cuidado: tampoco se trata de volver a la visión romántica y azucarada de los hijos como “ángeles con mofletes rosados». No, los hijos son difíciles y la sociedad también. Caprichosos, a veces desobedientes. A menudo ingratos. Como nosotros con Dios, dicho sea de paso.
Pero esa es precisamente la medida de su valor: que no los amamos por lo fáciles que son, sino por lo que son, personas confiadas a nosotros.
Y lo que más necesitan no es un espacio educativo impecable, sino padres que los vean con los ojos de Dios, no como carga ni como proyecto, sino como promesa.
A los que optan por la educación en casa, honor y respeto: su camino es arduo y valiente. Pero no todos pueden, ni deben. El colegio debería ser una ayuda, no un enemigo.
¿Volverán hoy con un roto en los zapatos? ¿Con una nota de advertencia? ¿Con una pelea con su mejor amigo? Sea lo que sea, seamos nosotros los primeros en recibirlos. No la impaciencia, nosotros.
Final de verano, principio de misión
No hay vuelta al colegio sin vuelta al corazón. Los hijos no son una interrupción de nuestra vida adulta; es una continuación de nuestra vocación. Su educación diaria no comienza con el profesor de matemáticas, sino con la manera en que lo has mirado y tratado al despertar. Y no termina con el título universitario y el máster, sino con su entrada —ojalá— en el Reino de los cielos.
Así que la próxima vez que te venga a la cabeza eso tan humano de “por fin han vuelto al cole”, acompáñalo de una oración.
Porque cada hijo que se va por la puerta no es una molestia menos en tu ajetreada agenda. Cada hijo sale hoy por la puerta de casa, con su mochila del colegio: es una oportunidad más de amar que te ha confiado el Señor.
Y a amar, señores, no se aprende sólo en el colegio.









1 Comentario. Dejar nuevo
Un artículo muy certero