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Reo de pecado eterno

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Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro” (Mt 12, 31 s.).

“Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que estas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno” (Mc 3, 28 s.).

“A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará” (Lc 12, 10).

Este pecado corta todas las vías para el arrepentimiento y la vuelta a Dios.

El único pecado que no tiene perdón es el pecado contra el Espíritu Santo. ¿Y en qué consiste este pecado? Consiste en cerrarse de mente y de corazón a la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc 12, 10). Y no se perdona, porque al no dejarse la persona influir por el Espíritu Santo, no puede arrepentirse, y sin arrepentimiento no puede haber perdón. En realidad el pecado contra el Espíritu Santo es el rechazo a la gracia de Dios y al arrepentimiento final: es el rechazo a Dios inclusive hasta el momento de la muerte.

La expresión “pecado contra el Espíritu Santo” está tomada del Evangelio, en el cual leemos en Mt 12, 31 s.: “Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará en este mundo ni en el otro”.

Hay que tener en cuenta que estas palabras las pronuncia Cristo después que los fariseos intentan desacreditar sus milagros diciendo que los obra por el poder de Beelzebul, Príncipe de los demonios (Mt 12, 24).

San Agustín enseñó que este pecado es cualquier blasfemia contra el Espíritu Santo por quien viene la remisión de los pecados. Muchos otros después de San Agustín lo identificaron con todo pecado cometido con plena conciencia y malicia (y se llamaría “contra el Espíritu Santo” en cuanto contraría la bondad que se apropia a esta divina Persona).

Santo Tomás señaló que el “pecado contra el Espíritu Santo” es todo pecado que pone un obstáculo particularmente grave a la obra de la redención en el alma, es decir, que hace sumamente difícil la conversión al bien o la salida del pecado; así:

  1. Lo que nos hace desconfiar de la misericordia de Dios (la desesperación que excluye la confianza en la misericordia divina) o nos alienta a pecar (la presunción, que excluye el temor de la justicia).
  2. Lo que nos hace enemigos de los dones divinos que nos llevan a la conversión: el rechazo de la verdad (que nos lleva a rebatir la verdad para poder pecar con tranquilidad) y la envidia u odio de la gracia (la envidia de la gracia fraterna o tristeza por la acción de la gracia en los demás y por el crecimiento de la gracia de Dios en el mundo).
  3. Y finalmente, lo que nos impide salir del pecado: la impenitencia (la negativa a arrepentirnos y dejar nuestros pecados) y la obstinación en el mal (la reiteración del propósito de seguir pecando).

Se trata —según santo Tomás— de un pecado “irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados” (Summa Theol. IIa-IIae, q. 14, a. 3).

Esta “’blasfemia’ —afirma san Juan Pablo II— no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo” (carta encíclica Dominum et Vivificantem). “Es el pecado cometido por el hombre, que reivindica un pretendido ‘derecho de perseverar en el malen cualquier pecado— y rechaza así la Redención” (Dominum et Vivificantem).

Más adelante dice san Juan Pablo II: “Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las ‘obras muertas’, o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta ‘no-remisión‘ está unida, como causa suya, a la no-penitencia‘, es decir al rechazo radical del convertirse” (Dominum et Vivificantem).

Evidentemente a este pecado no se llega de repente, sino después de haberse habituado en el pecado. La malicia de este pecado implica muchos otros pecados que van deslizando al hombre hasta rechazar la conversión.  Dice Nuestro Señor que este pecado no será perdonado ni en este mundo ni en el otro (Mt 12, 32). No quiere decir esto que este pecado no “pueda” ser perdonado por Dios, sino que de suyo no da pie alguno para el perdón (corta todas las vías para el arrepentimiento y la vuelta a Dios). Sin embargo, nada puede cerrar la omnipotencia y la misericordia divina, que puede causar la conversión del corazón más empedernido, así como puede curar milagrosamente una enfermedad mortal.

El arrepentimiento o contrición es indispensable para recibir el perdón de Dios. “Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es ‘un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar’” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1451).

Existe la “contrición perfecta”, que es un regalo del Espíritu Santo y consiste en optar por Dios y rechazar el pecado, porque preferimos a Dios más que a cualquier otra cosa. “Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama «contrición perfecta»(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1452).

“La contrición llamada ‘imperfecta’ (o ‘atrición’) es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1453).

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