El autor
G.K. Chesterton es un hombre muy peculiar. Una mente privilegiada con una capacidad de trabajo sorprendente, escritor (más de 100 libros), articulista (más de 5.000 artículos), poeta (más de 1.500 páginas de poesía), además de filósofo, crítico literario, orador, polemista… Su chispa e ingenio expresados frecuentemente en frases cortas le ha convertido en un autor muy utilizado en citas breves. Desgraciadamente, mucho más citado que leído.
Nació en 1874, publica Ortodoxia en 1908, como continuación de Herejía (1905), un libro que compila sus críticas al pensamiento y política dominantes en la Inglaterra de su época. En Ortodoxia, ya no se centra en los errores del ambiente circundante, sino la descripción de sus propias convicciones y su afinidad con la doctrina de la Iglesia Católica. Aunque Chesterton se crio en un ambiente anglicano sin muchas convicciones, en su juventud abrazó un combativo ateísmo anticlerical. Posteriormente, por el testimonio de personas cercanas creyentes y por su propio recorrido intelectual, comenzó a defender el cristianismo. Se casó con una anglicana practicante y a principios del siglo XX se definía ya como anglicano. Aunque en Ortodoxia (1908) defiende claramente la doctrina de la Iglesia Católica, Chesterton no se bautizó católico hasta 1922, conversión que sacudió fuertemente la sociedad británica, tradicionalmente anticatólica. G.K. Chesterton murió en 1936.
Una autobiografía del pensamiento
Ortodoxia no es propiamente un ensayo, es más una autobiografía del pensamiento con la que el autor nos hace partícipes del proceso intelectual que supuso su encuentro con la fe cristiana. Este proceso supone un trayecto racional, pero el autor no nos lo enseña como los pasos progresivos a lo largo de un sendero, prefiere mostrar una serie de ideas clave que podemos secuenciar como hitos decisivos del camino.
«…en sus páginas he intentado dar testimonio de la filosofía en la cual he venido a creer, valiéndome de un conjunto de imágenes mentales más que de una serie de deducciones. No voy a llamarla “mi filosofía”, porque yo no la hice. Dios y la Humanidad la hicieron; y ella me hizo a mí».
Comienza con una imagen global de todo el proceso. El autor imagina a un marino inglés que se hace a la mar en busca de nuevas tierras llenas de tesoros, y cuando encuentra una nueva costa maravillosa y rica en todo aquello que su corazón busca, descubre a la vez que no ha hecho más que regresar a su hogar de partida, pero ahora reconociendo toda su belleza. Así entiende Chesterton su camino espiritual de búsqueda: «Porque ese hombre soy yo. Yo descubrí Inglaterra».
Así, el afán del joven Chesterton por entender las verdades que brotaban de su corazón le llevaron a descubrir el patrimonio cultural de Occidente que le esperaba con esas mismas verdades desde mucho tiempo atrás. «(…) descubrí que, si bien mis verdades eran verdades, mis verdades no eran mías. Me hallé en la ridícula situación de creer que me sostenía solo, estando en realidad sostenido por toda la cristiandad».
La locura y la cordura
La primera imagen nos traslada a un manicomio, donde el concepto de locura y cordura se confunden. Unos relatan visiones más allá de lo perceptible, otros se concentran en lo puramente tangible. El poeta —la imaginación— no es el loco, «solo pretende meter la cabeza en el cielo. El lógico es el que pretende hacer entrar el cielo en su cabeza… y es su cabeza la que revienta». De ahí extrae una duro diagnóstico: «El loco no es el hombre que ha perdido la razón. Loco es el hombre que ha perdido todo menos la razón».
Chesterton rechaza así el racionalismo materialista (el auténtico loco) y busca un racionalismo abierto al misterio (el poeta), y eso es lo que encuentra en la fe cristiana: «El cristiano es muy libre de creer que en el mundo hay un conjunto de ordenamientos establecidos y de sucesos inevitables. Pero el materialismo no puede aceptar ni el más mínimo atisbo de espiritualismo o de milagro». Así, los hombres de hoy «mientras tengan misterio, tendrán salud; cuando se destruye el misterio, se crea la patología».
La fe también proporciona la reconciliación de las contradicciones, «este don de asociar las aparentes contradicciones (…) que constituye toda la elasticidad del hombre sano». Como la cruz, símbolo que incluye una contradicción y una fusión: horizontal-vertical, muerte-vida, Dios-hombre, razón-locura… «símbolo al mismo tiempo de la salud y del misterio».
El pensamiento suicida
La segunda imagen con la que recorre el pensamiento moderno es la del suicidio del pensamiento. Primero se fragmentan las virtudes: «El mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se volvieron locas. Enloqueciendo las virtudes porque fueron aisladas unas de otras y vagan por el mundo solitarias». Esta fragmentación de la virtud provoca muchos dramas de la sociedad moderna: verdad sin piedad, bondad irracional y falaz… Especialmente, pervierte la humildad, «el hombre estaba destinado a dudar de sí, pero no de la verdad; ha sucedido precisamente lo contrario», «la nueva humildad hace que el hombre dude de su meta, lo cual conduce a cesar en su esfuerzo por completo». El proceso, si se deja correr, tiende a ser autodestructivo: «El peligro consiste en que el intelecto humano es libre de autodestruirse» si nada se lo impide.
Es la autoridad religiosa la barrera que lo puede contener. La negación de la singularidad humana, el escepticismo intelectual, el progresismo moral, el pragmatismo, el voluntarismo irracional o el liberalismo rebajado a liberalidad, son fuerzas destructivas del pensamiento moderno, que la fe cristiana confronta con la proclamación completa de la verdad objetiva que es Cristo.
El país de las hadas
La tercera imagen nos transporta al país de las hadas confrontado con las sociedades occidentales democráticas. Chesterton desconfía de la práctica política, aunque no reniega del formato de estado liberal como sociedad autogobernada, aunque es muy escéptico con su desarrollo. Denuncia el desprecio de la tradición, cuando «tradición significa dar votos a la más oscurecida de todas las clases: nuestros antecesores. Es la democracia de los muertos». Y a continuación explica que la tradición más profunda se transmite a través de la imaginación, de los cuentos de hadas.
Para el autor, sin los cuentos de hadas en nuestras vidas, no tendremos capacidad de asombro ni de emoción frente al misterio. El hombre moderno no conoce las hadas, no ha aprendido cómo «la felicidad dependía de abstenerse de hacer algo que en cualquier momento podría hacerse y que con frecuencia no era evidente la razón por la cual no debía ser hecho». Toda una pedagogía de la magia (que requiere un mago) y de la ley (y de nuestra libertad de quebrantarla).
Chesterton nos resume aquí uno de sus grandes descubrimientos: «sentí en mis huesos que este mundo no se explica a sí mismo (…). En el mundo había algo personal, como en una obra de arte (…). Hallé hermoso su objeto y sus designios (…). La forma adecuada de agradecerlo es tener una especie de humildad y de restricción. Y finalmente, y lo más extraño, vino a mi mente una vaga y vasta impresión de que, en cierto modo, todo bien era un remanente para almacenar y para conservar como sagrado».
El optimista y el pesimista
La siguiente imagen que nos propone Chesterton confronta a un hombre optimista con otro pesimista que ofrecen dos juicios contrarios sobre la actitud ante el mundo: si debe ser amado incondicionalmente o completamente rechazado. Para Chesterton, «nuestra actitud respecto a la vida se puede expresar en términos de una lealtad militar mejor que en términos de crítica o de aprobación (…), es algo como el patriotismo, una lealtad elemental». Esto tiene un efecto positivo en la sociedad: «Los hombres no amaron a Roma porque fuera grande, fue grande porque la amaron».
Este patriotismo místico es el que transforma la sociedad, sugiere el autor, viendo en el mundo a la vez «el castillo del ogro que hay que asaltar y nuestro propio hogar al que podemos regresar cuando anochece». En esta empresa, dar la vida es honorable, quitársela (el suicidio) es una especie de traición.
La concepción paradójica del mundo en el cristianismo (el mundo como enemigo y a la vez amado hasta el extremo) resonó en el pensamiento de Chesterton, y le descubrió al «Dios personal que había hecho al mundo separado de sí». Ese fue el momento en reconoció el cristianismo como verdad profunda: «Toda vez que estas dos partes de las dos máquinas quedaron unidas, una después de otra todas las demás partes coincidieron con una precisión estupenda. (…) Instinto más instinto se satisfacía con doctrina y más doctrina».
Llega aquí el punto de inflexión del relato, en la que el autor descubre la falsedad del optimismo mundano («siempre trataba de probar que calzábamos muy bien en el mundo») y la grandeza del optimismo cristiano («porque, a la luz de lo sobrenatural, todo lo hallaba extraño»).
La paradoja
La sexta imagen explora las paradojas del cristianismo. Chesterton reflexiona sobre la perfección imperfecta del ser humano, de la vida y del mundo. Todo es de una lógica regular, excepto las excepciones. Porque la verdad tiene momentos en que se nos escapa. «Tal es exactamente la cualidad que desde entonces reconocí en el cristianismo (…) de repente se vuelve ilógico porque ha dado con una, diremos, ilógica verdad».
Su búsqueda de la verdad desde el ateísmo («era un pagano a los 12 años y un agnóstico completo a los 16») le llevó a escuchar acusaciones terribles pero contradictorias sobre la fe cristiana (triste e ilusoriamente feliz, pesimista y optimista, pesadilla y paraíso de locos, oscura e iluminada, débil y tirana, fuertemente unida y terriblemente fragmentada…) que provocaron su interés sobre tan sutil perversión. Lo que encontró fue la respuesta a sus reflexiones sobre el optimismo y el pesimismo, la unión de dos cosas al máximo de su energía. «Y comencé a descubrir que esta doble pasión en todo era la clave de la ética cristiana. (…) El cristianismo resolvió la dificultad de combinar furias opuestas conservado ambas y conservándolas furiosas».
El progreso
Chesterton rechaza los términos evolución o progreso para referirse a la marcha de la sociedad en la historia, porque hoy progreso ya no se entiende como «cambiar el mundo para adaptarlo a un concepto. Hoy progresar significa que estamos cambiando el concepto. (…) No estamos alterando lo real para adaptarlo a lo ideal, estamos alterando el ideal, que es más fácil». El autor exige tres requisitos al ideal de progreso: debe ser estable (no el capricho oportunista de cada momento), debe ser compuesto (rico y complejo, sin el predominio de una sola cosa) y debe mantenernos vigilantes (porque tendemos naturalmente a empeorarlo todo).
En el cristianismo encuentra la respuesta que buscaba: el ideal cristiano es el Verbo que existe desde siempre, la riqueza de la creación y del ser humano escapa a todo simplismo, la necesidad de vigilancia viene del pecado original, del hombre mismo.
La paradoja liberal
En el penúltimo capítulo, Chesterton hace una defensa de la ortodoxia católica frente a la teología modernista (también denominada liberal o protestante-liberal), que, con la excusa de liberar a la Iglesia de algunas de sus esclavitudes, introduce dinámicas que conducen a la tiranía.
Por ejemplo, habla de los milagros. Parece que lo moderno y liberal es no creer en los milagros, pero negar los milagros es negarle la libertad a Dios. El argumento de Chesterton es contundente: «El calvinismo retiró la libertad al hombre, pero se la dejó a Dios. El materialismo científico limita al mismo creador: encadena a Dios como el Apocalipsis encadenó al demonio. En el universo no deja nada libre. Y aquellos que intervienen en este proceso se dicen “teólogos liberales”».
También reprocha a los teólogos liberales la afirmación de que todas las religiones difieren en sus ritos, pero coinciden en sus enseñanzas. El autor defiende lo contrario, se parecen en sus ritos, pero difieren profundamente en su doctrina. Solo la ortodoxia cristiana defiende la separación entre Dios y el hombre como querida y sagrada, respetada por Dios y garante de su libertad. Solo el cristianismo pide una respuesta libre del hombre, que vive en un perenne cruce de caminos. Una invitación intensamente amorosa y a la vez tremendamente respetuosa del libre albedrío.
Conclusión
En el último capítulo Chesterton recoge una serie de reproches que la fe cristiana recibe principalmente desde el racionalismo materialista y los rebate con su habitual ingenio y humor. Concluye que esta es su principal razón para aceptar la religión católica:
«La acepto porque no me ha dicho meramente esta verdad o aquella, sino porque se ha revelado veraz y fidedigna. Todas las demás filosofías dicen cosas que llanamente parecen verdad; sólo esta filosofía ha dicho una y otra vez cosas que no parecen verdad, pero son verdad. Es el único de los credos que es convincente donde no es atrayente».
Chesterton hoy
No quiero finalizar esta reseña sin valorar la actualidad del pensamiento y obra de Chesterton ante los problemas de hoy. Como ya comenté al hablar sobre La biblioteca en el oasis de Juan Manuel de Prada, Chesterton se enfrenta en su obra al mundo moderno, empapado del racionalismo materialista al que rebate incansablemente. Entender esa forma de pensar y los argumentos de autores como Chesterton es imprescindible para entender el mundo en que vivimos, pero no es suficiente. Ahora vivimos en un momento posterior a la modernidad, denominado por muchos como posmodernidad, que ha dejado de lado alarmantemente el racionalismo y ha trufado el más radical materialismo con tropezones de irracional espiritualismo (superstición, karma, new age…). Para una sociedad profundamente irracional, los argumentos no son atractivos (aunque siguen siendo necesarios). Por eso es tan importante insistir en el testimonio y en el acompañamiento para el diálogo con el mundo posmoderno, para abrir la puerta de muchos corazones. Solo cuando esas puertas estén abiertas, entonces sí, el argumento se hace necesario. Enseñar a pensar forma parte de la evangelización de nuestro tiempo, por eso hay que seguir leyendo a Chesterton.
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