La Navidad nos invita cada año a contemplar el misterio del Dios hecho Niño. Ningún cristiano desea perderse estos momentos de gracia. Y, sin embargo, hubo una Navidad en la que una santa emblemática de la Iglesia no pudo acudir físicamente a la celebración… pero el cielo encontró el modo de llevarla hasta allí.
Corría la Navidad del año 1252. En el humilde convento de San Damián, en Asís, Santa Clara, ya abadesa y con cincuenta y ocho años, sufría una enfermedad que la mantenía postrada.
Su cuerpo, debilitado por una vida de ayunos, sacrificios y entrega total a Cristo pobre, no le permitía levantarse.
Como cada 24 de diciembre, las hermanas clarisas se dirigieron a la cercana iglesia de San Francisco para celebrar allí, junto a los frailes, la Misa de medianoche. Clara, sin fuerzas para acompañarlas, quedó sola en su celda.
Lo que ocurrió entonces fue narrado por sus propias hermanas en el proceso de canonización. Sor Amada, testigo directa, relató que la santa, al quedarse sola, suspiró con tristeza:
«¡Oh Señor Dios! Aquí me han dejado sola contigo, en este lugar».
Y fue en ese instante cuando el Señor respondió a su deseo más profundo.
De manera inexplicable, Clara comenzó a escuchar los órganos, las voces de los frailes y todo el oficio de la Misa de Navidad, como si estuviera presente en la iglesia.
No solo oía con claridad los responsorios y los cantos, sino que su espíritu era envuelto por la solemnidad del momento litúrgico que celebraban a varios cientos de metros del convento.
Otra de las hermanas, Sor Felipa, completó el testimonio asegurando que Clara no solo escuchó la celebración, sino que vio el pesebre del Señor, como si la escena hubiera sido llevada ante sus ojos.
En la Leyenda de Santa Clara, texto clásico de su vida, se describe este momento con admirable belleza: la santa, entristecida por no poder unirse a la comunidad, meditaba sobre el Niño Jesús cuando de pronto escuchó un “maravilloso concierto” procedente de la iglesia franciscana.
Lo milagroso no fue solo la nitidez con la que lo percibió ―más allá de toda capacidad humana―, sino que también contempló la escena del Nacimiento, como si Dios mismo hubiera querido consolar a su sierva fiel.
Este misterio navideño, que anticipa en su esencia la posibilidad de “ver y oír a distancia”, fue la razón por la que siglos más tarde, el 14 de febrero de 1958, el papa Pío XII declaró a Santa Clara patrona de la televisión mediante el breve Clarius explendescit.
El Pontífice vio en aquel prodigio una anticipación espiritual de la misión que la televisión podía cumplir: permitir que enfermos y personas impedidas participen, al menos espiritualmente, de las celebraciones y mensajes de la Iglesia. Así como Clara fue “transportada” por gracia divina a la Misa de Navidad, también el nuevo medio tecnológico podía acercar la Palabra de Dios a quienes no podían acudir al templo.
Santa Clara, enamorada profundamente del Niño del pesebre, vivió siempre en radical pobreza por amor a Cristo pobre. Su regla exhortaba: «Por amor del santísimo y amadísimo Niño… ruego a mis hermanas que se vistan siempre de ropas viles». Aquella Navidad de 1252 sería la última que viviría en la tierra. Un año después, rodeada del cariño de sus hermanas, entregó su alma al Señor.
Que el ejemplo de Santa Clara ―su amor al Niño Dios, su humildad y su profunda capacidad de contemplación― ilumine también hoy nuestro uso de los medios de comunicación, para que la verdad, la bondad y la luz del Evangelio sigan llegando hasta los rincones más inesperados del mundo.




