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Tambores de guerra, mirada de paz

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Hablar de guerra da miedo. Por eso en nuestra existencia terrenal y a ras de tierra que vivimos en la actualidad no nos referimos a ella. No porque no exista, pues el planeta lo tenemos salpicado por los cuatro costados de sangre inocente, ya que está diseminado de guerras que podrían evitarse con buena voluntad y fidelidad a la Verdad. ¿Será, pues, que no nos importa? ¡Te lo he dicho ya, amigo: nos da miedo! Antes del siglo XX, la guerra era habitual en la existencia de los pueblos, que luchaban unos para expandirse y otros para defenderse y mantenerse independientes de dominio exterior.

¿Dominio? Lo avisa Jesucristo: “Los reyes de las naciones las dominan y los que tienen potestad sobre ellas se hacen llamar bienhechores” (Lc 22,25). El dominio es un ramalazo pecaminoso de locura que el ser humano toma prestado del diablo, ya desde el primer mordisco. El hombre y la mujer sienten inclinación por reafirmarse, y asegurar así su subsistencia. La reafirmación es humana, pero, como todo, puede ser buena o mala. Será buena si su motivación es acorde con la Ley de Dios. No obstante, es fácil advertir para cualquier observador mínimamente imparcial y sensato, que en la actualidad la reafirmación desbocada campa a sus anchas por nuestras sociedades, en forma de ínfulas de pollo sabio que derivan inevitablemente (porque se sale del redil: Jn 10,16) al dominio del hombre por el hombre. Y eso no es ser sabio, que me perdonen.

Entonces, si tanta dominación hay, ¿por qué no hablamos de guerra? Por miedo. Por comodidad. Por interés. Por inocencia. Por incuria. Sí, amigo. Hoy el dominio se ejecuta a golpe de talonario, que es el arma común que todos entendemos en nuestra vida moderna… cuando la mirada se nos nubla y se inclina por la reafirmación supremacista y no por la hermandad y la ayuda al necesitado. Con el bien entendido que “el necesitado” lo somos todos y cada uno de nosotros en algo, y no Supermán ni Supermás, que están bien para las películas capciosas, pero no más. Así, la nuestra es una mirada que nos expele a una guerra en la que cada uno lucha por sus propios intereses (eso sí, hinchado de aquello que tanto reclaman: de “sí mismo”, “fuerte” y “empoderado”), de manera que el alma queda vencida por la propia vulnerabilidad del ser humano, que emula al Enemigo número uno: el Jefe de los demonios. Y se impone. Por ansia de poder.

Jesús es claro: “Vais a oír hablar de guerras y de rumores de guerras (…) Es necesario que eso ocurra primero” (Mt 24,6). Cuando la guerra nos toque el talón, entonces saltaremos… pero ya será tarde. El mundo está siendo comprado (y vendido), lentamente, fuera de los focos, pero lo está siendo. Y si el mundo está comprado, estará en manos de alguien. ¿Sabes de quién? Lo avisa también Jesús: “Si otro viene en nombre propio, a ese sí lo recibiréis” (Jn 5,43); “Viene el príncipe de este mundo, que en mí no tiene nada” (Jn 14,30). Y todo se desmadrará fuera de los cauces de la diplomacia de burdel, y el Anticristo se impondrá. Guerra, poder, dinero, miedo: la debilidad del ser “empoderado” ya está aquí. Queriendo dominar, será dominado.

Sin embargo, el Evangelio nos habla siempre de la mirada de paz: “Amad a vuestros enemigos, haced bien los que os odian” (Lc 6,27), nos pide nuestro Maestro, y nos asegura el triunfo: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo” (Mt 10,28); “Rogad para que vuestra huida no sea ni en invierno ni en sábado” (Mt 24,20). Si el Salvador nos deja en esa situación penosa, lo hace por la Mirada eterna del Padre, que sabe ver por encima de los acontecimientos y nos confirma su asistencia en la adversidad: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré. Y cuando venga, dejará convicto al mundo con la prueba de un pecado, de una justicia, de una condena” (Jn 16,7-8). Hasta ahí habremos llegado. Pero el Espíritu Santo a sus fieles nos inspirará, y saldremos adelante.

Que el mundo esté siendo vendido no significa que los vendidos seamos nosotros, si no nos vendemos explícitamente y si vivimos de acuerdo en paz de corazón con la Verdad del Padre de la casa. “Os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno” (Lc 10,19). Dios nos habrá salvado de nuestra caída idolátrica a la que nos encaminamos un día por soberbia. Él nos había avisado. ¿Y ahora? El camino está claro, y tenemos (porque Él nos la ha dado) la fórmula: o volver a Dios, o la hecatombe.

Si el Salvador nos deja en esa situación penosa, lo hace por la Mirada eterna del Padre, que sabe ver por encima de los acontecimientos y nos confirma su asistencia en la adversidad Clic para tuitear

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