Dice Mons. Munilla: “No pierdas la paz por tu debilidad, pero no hagas las paces con tu pecado”. Lo hace hablando de la castidad, aplicable a todo. Hay tantos, y proliferan, que siguen ufanos el camino de vivir anclados en su libidinoso egotismo, y encima se te encaran o te ignoran si no les das palmaditas en la espalda. Viven instalados en una espiral de violencia encubierta contra todo el que no comulga con ellos, ventilando a los cuatro vientos, eso sí, sus hazañas aventurescas, cuanto más exóticas mejor. Esas ansias de protagonismo pasivo, reflejar brillo sin ser brillante, qué incongruencia, ¿no?; como “servir” (?) para hincharse de orgullo, no por amor a Dios y al prójimo. Decía Pablo VI que “el mundo tiene necesidad de testigos, más que de maestros”, y podemos añadir que los hay que, no contentos ellos, pretenden pasar por las dos cosas, testigos y maestros; eso sí, de manera sibilinamente subliminal. Me gusta la aventura y queda bien, pues lo hago para quedar bien y encandilar. ¿No será que esconden a su misma entraña su autorreferentismo y su autocomplacencia? Por eso resoplan indolentes con los ojos en babia cuando explican sus historias. Por eso insisten una y otra vez en que se les mire, y se publicitan a diestro y siniestro, y nunca tienen suficiente, quieren tu palmadita. No es de extrañar, pues ese egotismo exacerbado posee efectos placentero-adictivos como el sexo más rancio. De hecho, suelen ser de los que provienen de una vida sexualizada, y hasta viven la doble vida bajo la sombra de su alcoba, esa sombra que a veces se cuela por entre las rendijas de puertas y ventanas y se alarga hasta escandalizar a sus niños. Para colmo, cegados por su ego, jamás reconocen a sus maestros, con quienes incluso llegan a romper para sentirse artífices de su propia gloria, de manera que ellos mismos se hacen incapaces de ceder el testigo a futuros discípulos, pues los que se les acercan se escaldan con tanta incongruencia. Distingamos el auténtico maestro de ese fantoche que se impone: el que pide ser servido del que sirve fluyendo ante una imperiosidad de servir a los demás en el amor y en la verdad, por amor. El mismo Munilla sentencia que la finalidad del sexo no es el placer, “eso es un gran timo”; y lo explica advirtiendo que el que busca la felicidad en sí misma no la encuentra, sino aquel que se entrega a un ideal por amor. De todo ello podemos deducir que aquellos que rompen corazones imponiendo su criterio por ser el centro no son felices. Olvidan aquello que Munilla remacha: “El corazón del hombre no es de quien lo ha roto, sino de quien lo ha reparado”.
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