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100 años de «Quas primas»: la encíclica olvidada sobre la realeza social de Cristo

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El próximo 11 de diciembre se cumplirán 100 años de la promulgación de la encíclica de Pío XI, Quas primas, sobre la fiesta litúrgica de Cristo Rey. El texto tuvo como antecedentes[1] inmediatos otra encíclica del mismo Papa, Ubi Arcano (1922), sobre la paz de Cristo en el reino de Cristo, y una anterior del Papa León XIII, Annum Sacrum (1899), sobre la consagración al Sagrado Corazón de Jesús.

Como ha ocurrido otras veces en la historia de la Iglesia, la recepción de Ubi Arcano y de Quas primas fue deficiente en las diócesis españolas, entre la indiferencia general y sin glosa alguna en la mayoría de los boletines episcopales[2].

En nuestro tiempo la realeza de Cristo Rey ha quedado reducida, con frecuencia, a los beneficios de la Gracia divina en los corazones humanos. Siendo esto una parte del documento, el texto quiere poner el acento en la dimensión temporal de esta realeza.

Tal vez por eso apenas se invoca. Porque el texto reivindica el derecho de Dios a reinar en leyes civiles y gobiernos, lo que supone una negación de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. E impele a los laicos a trabajar sin descanso en esta dirección como medio de santificación personal, lo que supone una colisión entre recta conciencia y legalidad[3].

La Doctrina Social de la Iglesia recoge el contenido nuclear de esta encíclica en documentos de máxima jerarquía, como el Concilio Vaticano II o el Catecismo de 1992[4], lo que implica un reconocimiento explícito de su condición de doctrina oficial de la Iglesia. Quas Primas se fundamenta en una sentencia de San Agustín: lo que conviene a los individuos, conviene a las sociedades[5].

¿Es posible hoy proclamar el principio de la realeza de Cristo frente al «dogma» de la soberanía popular?

Estamos otra vez ante el plebiscito de Poncio Pilato.

Pío XI alienta a la lucha contra la igualdad jurídica entre el bien y el mal, contra la subordinación de la razón a la voluntad, contra el derecho legal del error a confundir a los más inocentes, contra la impunidad del mal para destruir el amor, la belleza, la justicia y la paz.

Quas primas demanda resistencia contra la imposición del yugo de las mayorías sobre los derechos fundamentales de la persona y sobre la experiencia fecunda de las mejores tradiciones, contra la dictadura del relativismo[6], contra la herejía liberal de un Estado absolutista[7] sin límites morales. Porque todo ello es la negación de la realeza de Cristo.

Los Derechos de Dios

Cristo es Rey por tres razones. En primer lugar, porque es Hijo unigénito de Dios. Su realeza se funda en su naturaleza divina, que comparte con Dios Padre.

En segundo lugar, más allá de los derechos del Verbo de Dios, Quas primas pone el acento en los poderes que Dios ha concedido por Derecho Divino positivo a la humanidad de Cristo.

Porque Cristo es Rey también como hombre. Su realeza está fundada en la unión hipostática de la divinidad y la humanidad en Cristo, esto es, en la asunción por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad de una naturaleza humana[8]. Como hombre, según enseña el libro de Daniel[9], Cristo recibió del Padre «la potestad, el honor y el reino». Por lo tanto tiene imperio supremo sobre todo lo creado, constituyendo una monarquía teológica.

En consecuencia, ángeles y hombres están obligados a la adoración y obediencia a Cristo como Dios y como hombre. Su reino es espiritual y eterno, pero comienza en la tierra, culminando en el cielo. No es rey por derecho humano o hereditario, aunque títulos no le falten, sino divino, porque Dios acumuló en Él como hombre todo el poder, grandeza y dignidad posible en la naturaleza humana. «Le ha sido dado todo poder y señorío en el cielo y en la tierra». Cristo es el «Gran Rey»[10], dice san Mateo.

Y en tercer lugar, Cristo es Rey por derecho de conquista en virtud de la Redención, porque hemos sido comprados con la sangre de Cristo, constituyendo una monarquía cristológica.

Decía León XIII que «Cristo reina no solo por derecho natural como Hijo de Dios, sino también por un derecho adquirido. Pues fue Él quien nos arrebató “del poder de las tinieblas” (Col. 1, 13) y “se entregó a sí mismo por la redención de todos” (1 Tim. 2, 6). Por lo tanto, no solo los católicos y quienes han recibido debidamente el bautismo cristiano, sino también todos los hombres, individual y colectivamente, se han convertido para Él en “un pueblo adquirido” (1 Pe. 2, 9)».

Los derechos de Dios aparecen en el Concilio Vaticano II y en el Catecismo de 1992: «el deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo”». Añaden, tanto el Concilio como el Catecismo, que «al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive”». (…) «La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas»[11].

La realeza social de Cristo: una necesidad para el hombre y la sociedad

La Iglesia enseña que el reconocimiento de Dios como dueño y Señor de todas las cosas es un acto de justicia, primero, y una necesidad para el hombre en la vida social, después[12]. Dice Quas Primas que no habrá esperanza de paz mientras los pueblos y las naciones nieguen o rechacen el imperio de Cristo. Por eso Pío XI subraya que los males que han invadido la sociedad provienen del alejamiento de la mayoría de los hombres de Cristo y las leyes de Dios.

Pío XI enseña que un gobierno sin Cristo supone la negación de la autoridad, de la justa libertad, del orden y la concordia[13].

En una época de idolatría hacia la democracia, donde el parlamentarismo se ha convertido en un fin en sí mismo, y donde la vida política está marginada fuera de la órbita de influencia de los partidos políticos, la pregunta es inevitable. ¿Qué debe hacer hoy un hijo fiel de la Iglesia en la vida pública?

En primer lugar, nunca hay que perder de vista que la Iglesia Católica, no está «bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana»[14]. Por eso, es extraño que los seglares entreguen sus esfuerzos a cuestiones accidentales con descuido de las sustantivas.

En segundo lugar, el poder y la soberanía vienen de Dios, no del pueblo. Se trata de una enseñanza permanente de la Iglesia[15]. Ahora bien, «si la voluntad de los gobernantes contradice a la voluntad y las leyes de Dios, los gobernantes rebasan el campo de su poder y pervierten la justicia. Ni en este caso puede valer su autoridad, porque esta autoridad, sin la justicia, es nula»[16]. Es extraño también que los seglares no señalen con dedo acusatorio, como san Juan Bautista hizo con Herodes Antipas, la usurpación de la soberanía ni la falta de legitimidad de ejercicio de la mayoría de los regímenes políticos imperantes.

En tercer lugar, un régimen político que vulnere de forma grave y sistemática la dignidad del hombre ha perdido su autoridad y por lo tanto es una tiranía totalitaria. En tal caso, dice el Papa León XIII, «la resistencia[17] es un deber; la obediencia, un crimen»[18]. Y la participación tampoco no es lícita porque implica complicidad en materia grave[19].

Y en cuarto lugar, «es necesario, por tanto, que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosamente no sólo a la ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en su infinita sabiduría, en su infinito poder y por los medios que le ha parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por medio de señales claras e indubitables»[20].

Su poder es espiritual y temporal

Cristo tiene como Rey una triple potestad: legislativa[21], ejecutiva y judicial. Como legislador tiene poder para llevar a plenitud el Antiguo Testamento. En cuanto a su poder ejecutivo nadie puede sustraerse a sus mandatos. Y como juez puede premiar o castigar aún en la vida terrenal de los hombres[22].

Su reinado es esencialmente espiritual. Pero el reinado de Cristo es también temporal, con derecho absoluto sobre todo cuanto existe, porque todo está sometido a su arbitrio. Su autoridad real abarca las realidades exteriores y sociales (lo individual, lo familiar, lo social y lo político). Abarca el orden natural y el sobrenatural.

Reina sobre  buenos y malos, porque todos los hombres le pertenecen[23]. El día del Juicio Universal toda la humanidad contemplará cómo todas las cosas se someten a Cristo de forma total y perfecta, como ya ha empezado a realizarse en esta vida[24].

Su imperio se extiende no solo a las naciones católicas y a quienes, debidamente lavados en las aguas del santo bautismo, pertenecen por derecho a la Iglesia, aunque las opiniones erróneas los desvíen o la disidencia con sus enseñanzas los aleje de su cuidado; abarca también a todos aquellos que están privados de la fe cristiana, de modo que toda la raza humana está verdaderamente bajo el poder de Jesucristo».

«Santo Tomás muestra claramente cómo los mismos infieles están sujetos al poder y dominio de Jesucristo, y concluye decisivamente: “Todas las cosas están sujetas a Cristo en cuanto a su poder, aunque no todas lo estén en el ejercicio de ese poder» (3a., p., q. 59, a. 4)[25]. Efectivamente Cristo no utilizó este poder temporal durante su vida terrenal. Pero el poder terrenal sólo se ejerce con su permiso, de tal manera que se administra directamente por los hombres con el poder recibido de Dios: «no tendrías ningún poder sobre mí si no lo hubieras recibido de lo alto»[26].

Cuando Cristo sentenció: «mi Reino no es de este mundo»[27], estaba negando que su poder tuviese origen aquí abajo, que se deba ejercer de un modo mundano, o que tenga su plenitud en la tierra. Pero Cristo reconoció al tiempo que su Reino ya estaba en este mundo[28], y no negó que fuera el verdadero soberano de este mundo. Al contrario, Cristo proclamó su soberanía: «se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra»[29].

Hay un epígrafe de Quas Primas que tiene un actualísimo título: «Contra el moderno laicismo»[30]. Pío XI habla del laicismo como una «pública apostasía» de la sociedad moderna, de una enfermedad de nuestro tiempo con «criminales propósitos», que se ha gestado con el tiempo en pasos cortos y complementarios. Primero, negando el imperio de Cristo sobre todas las gentes. Segundo, negando el derecho de la Iglesia a enseñar y orientar a los pueblos, también en materia civil. Tercero, equiparando la religión cristiana con las falsas. Cuarto, sometiendo la Iglesia al poder civil y a la aquiescencia de gobiernos y jueces. Quinto, buscando la secularización del hecho religioso con las llamadas religiones naturales. Y sexto, edificando el Estado en la impiedad y el desprecio a Dios.

«La fiesta de Cristo Rey fue instituida (…) para que se reconozca y proclame en sociedad la soberanía de Cristo, y los mismos gobernantes –que (…) deben sentirse representantes de Aquel– den públicas muestras de veneración y obediencia al Señor. Los ciudadanos y gobernantes cristianos no pueden actuar como si Cristo no estuviese presente o no fuese la clave de la historia. Proceder así sería una apostasía pública, de la cual son formas actuales –además del ateísmo que niega a Dios, y del laicismo que intenta construir la sociedad prescindiendo de la religión[31]– una “secularización” en la que se eclipsa toda referencia directa y operativa a Dios y a su Ley, la confesión del Señor se diluye vergonzosamente en vaguedades, y el supuesto “humanismo cristiano” de muchos elimina a Cristo degradándolo a mero símbolo de la autonomía del hombre»[32].

[1] Otros antecedentes, menos inmediatos: GREGORIO XVI, Mirari vos; PÍO IX, Quanta cura y Syllabus; LEÓN XIII, Diuturnum Illud, Inmortale Dei y Libertas Praestantissimun (vid. José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA, Doctrina Pontificia (II), Documentos Políticos, Madrid: BAC, 1958, p. 3-38, 107-126, 186-220, 221-260).

[2] Cf. Luis CANO, La mentalidad católica a la llegada de la II República, Madrid: Ediciones Encuentro, 2009, p. 117-120, y 130, 339-343.

[3] Vid. un análisis más extenso en Francisco J. CARBALLO, «Vigencia de la realeza social de Cristo: 100 años de Quas primas», La Razón Histórica 65 (2025), p. 155-168.

[4] Cf. CONCILIO VATICANO II, Madrid: BAC, 1966, Dignitatis humanae, 1. Constitución Apostólica FIDEI DEPOSITUM, Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid, BAC, 1992, n. 2105.

[5] Cf. Luis CANO, op. cit., p. 200.

[6] Cf. Cardenal Josep RATZINGER, Homilía de la misa Pro Eligendo Pontífice, 18 de abril de 2005. JUAN PABLO II, Fides et ratio, nn. 1, 3, 5, 25, 27-28, 31, 34, 47, 56, 70-71, 81, 86-92, 98 (vid. JUAN PABLO II, Fides et ratio, Madrid: BAC, 1998).

[7] Cf. PÍO XII, Radiomensaje Benignitas et Humanitas, 29 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 879).

[8] Cf. PÍO XI, Quas primas, n. 6.

[9] Cf. Dan. 7, 13-14.

[10] Mt. 5, 34-35.

[11] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Dignitatis humanae, 1; Apostolicam actuositatem, 13. Catecismo de la Iglesia Católica, op. cit., n. 2105.

[12] Dt. 6, 13 y 59; Lc 1, 46-49; 4, 8. Catecismo de la Iglesia Católica, op.cit., nn. 1807, 2095-2097, 2110, 2125, 2135. La necesidad social de la doctrina cristiana en las leyes civiles y la acción del Estado aparece en LEÓN XIII, Incrustabili Dei, n. 11; Quod apostolici muneris, n. 10; Diuturnum illud, n. 19; Nobilissima gallorum gens, n. 2; Praeclara gratulationis nn. 12-15; y Annum ingressi (1902), n. 19) (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 43-46, 72, 124-125, y 143-145).

[13] Cf. PÍO XI, Quas primas, n. 9.

[14] PÍO XI, Dilectissima Nobis, 6 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 625-626). LEÓN XIII, Diuturnum illud, 4 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 111). PÍO X, Notre Charge Apostolique, 23 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 412).

[15] El fundamento de la ley civil es la Ley Natural: PÍO IX, Quanta Cura, n. 4; Syllabus, n. 60 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 9 y 33). LEÓN XIII, Diturnum illud, nn. 3-8, 17 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 110-115, y 122-123); Inmortale Dei, nn. 10-21 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 203-215); Annum Ingressi, nn. 9-10 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p.  353-354). PÍO X, Notre charge apostolique, n. 8-12 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 407-408). BENEDICTO XV, Ad Beatissimi, nn. 7-9 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 446-448).

«Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la Ley Natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno y sin límites» (PÍO XII, Radiomensaje Benignitas et Humanitas, 28 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 879). Sólo es posible la democracia sobre la base de una recta concepción de la persona humana y de las «normas morales universales» (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, nn. 20, 67-71 y 101; Centesimus annus, n. 46; Veritatis Splendor, n. 96-97, 101 y 113; Sollicitudo Rei Socialis, n. 44, en JUAN PABLO II, Encíclicas de JUAN PABLO II, op. cit., p. 1207-1210, 1295-1305, 1354-1357, 956-958, 1134-1135, 1139-1141, y 1157-1158); Catecismo de la Iglesia Católica, op. cit., nn. 1901-1904 y 2235-2337).

La justicia no es posible sin una recta moral, sin el Derecho Natural, sin la ética, sin la razón iluminada por la fe, sin el amor de Dios (BENEDICTO XVI, Deus caritas est, n. 28).

[16] LEÓN XIII, Diuturnum illud, n. 11 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 116-117).

[17] Sobre la resistencia al tirano, incluso violenta, el Catecismo se ha pronunciado como una posibilidad moralmente lícita. Otra cosa es que pastores y catequistas, unilateralmente, hayan arrancado esta página del libro, por discrepancia subjetiva, o por respetos humanos: «la resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores» (Catecismo de la Iglesia Católica, op. cit., n. 2243).

[18] LEÓN XIII, Sapientiae christianae, 3 (vid. Doctrina Pontificia (II), op. cit., p. 270). Las leyes de la democracia no obligan en conciencia cuando contradicen la Ley moral (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, nn. 71-72. Vid. JUAN PABLO II, Encíclicas de JUAN PABLO II, op. cit., p. 1302-1307).

[19] SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, n. 3, 24 de noviembre de 2002.

[20] LEÓN XIII, Libertas, praestantissimum, n. 13 (vid. José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA, Doctrina Pontificia (II),  op. cit., p. 241).

[21] Vid. Enrique DENZINGER, El magisterio de la Iglesia, Barcelona: Herder, 1963, n. 831. Canon 21 del Concilio de Trento.

[22] Cf. PÍO XI, Quas primas, n. 7.

[23] Aunque sólo quienes le aman y cumplen su voluntad experimentan la «bondad y largueza del Rey» (Pedro MARTÍN, Catecismo romano, Madrid: BAC, 1956, p. 79-80).

[24] «Porque debe Él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte» (1 Cor. 15, 25-26).

[25] LEÓN XIII, Annum Sacrum, n. 6.

[26] Jn. 19, 11.

[27] Jn. 18, 36-37.

[28] Cf. Mt. 12, 28.

[29] Mt. 28, 18; cf. Luis CANO, op. cit, p. 183.

[30] PÍO XI, Quas primas, n. 12-13.

[31] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Lumen Gentium, n. 36.

[32] Monseñor José GUERRA CAMPOS, «Homilía de monseñor Guerra Campos en el Valle de los Caídos», FN 569 (1977), p. 12-14.

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