Si deseas crecer verdaderamente, comienza por ser humilde.
No hay santidad sin humildad, ni conversión auténtica sin una mirada sincera sobre uno mismo.
Como escribió santa Teresa de Jesús: “La humildad es andar en verdad”.
Y esa verdad se descubre en el silencio, en la oración… y también en un buen examen de conciencia.
Tres claves para un examen de humildad este verano
1. Comienza por lo concreto, no por lo grandilocuente.
Al examinarte, no pretendas abarcarlo todo ni arrancarte de golpe la soberbia como si fuera una mala hierba visible. La humildad se construye a base de detalles.
Elige una o dos faltas frecuentes —una mirada altiva, una palabra sarcástica, un deseo de protagonismo— y hazlas el objeto de tu atención espiritual diaria.
Renueva tus votos “día tras día”. Si caes, no te desesperes: ofrece una breve penitencia, como besar una cruz o rezar tres avemarías.
La perseverancia humilde gana más batallas que el fervor esporádico.
2. Llévalo a la confesión.
Confesar las faltas contra la humildad, aunque sean “imperfecciones”, es un acto de verdad y un antídoto contra el orgullo.
Nada enseña tanto como arrodillarse y pronunciar en voz baja nuestras miserias. Allí, en la mirada del sacerdote —que es la de Cristo— se experimenta esa libertad profunda que nace del saberse amado incluso en el barro.
No esperes a que la soberbia se haga pecado mortal: arráncala mientras aún susurra.
3. Revisa, medita, despierta.
Lee con frecuencia. Pregúntate cómo reaccionas ante la corrección, cómo hablas de ti, cómo juzgas a los demás.
A menudo nos creemos humildes… y no lo somos.
Dice santo Tomás que la humildad examina incluso las faltas cometidas contra otras virtudes. La humildad es, por tanto, como una luz que alumbra toda la vida espiritual. Si en tu examen descubres mil pequeñas faltas, no desprecies ninguna. No es el tamaño del defecto, sino su repetición, lo que forja un hábito.
La humildad
Este tiempo estival puede parecer propicio para mirarse en el espejo del mundo y alimentar el ego: más exposición, más comparaciones, más deseo de ser visto y aplaudido.
La humildad no es despreciarse, sino dejar de pensar tanto en uno mismo.
No es caminar encorvado, ni es esconder los talentos.
En palabras del Señor: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18,3). Los niños confían.
No desperdicies estas vacaciones. Dedica unos minutos cada noche para revisar tu día. Con deseo sincero de crecer.
Pídele a la Virgen, modelo de humildad, que te enseñe a bajar, a servir, a callar a tiempo, a obedecer, a alegrarte con los dones de otros.
No hay mayor elevación que saberse pequeño ante Dios.
Este verano, mientras otros broncean el cuerpo, tú embellece el alma.
Y el Señor, que ve lo escondido, recompensará a los que se humillan con la paz de los sencillos.





