El año 2000 no fue solo el cambio de un calendario. Para más de dos millones de jóvenes que peregrinamos a Roma, fue un parteaguas espiritual. Aquel Jubileo nos encontró, nos tocó y nos envió. El Papa san Juan Pablo II nos esperaba con los brazos abiertos, con el corazón desgastado por el sufrimiento pero encendido por una fe inquebrantable. Tenía 80 años, estaba enfermo, apenas caminaba… y, sin embargo, fue capaz de reunir y mover a una multitud de jóvenes desde los cinco continentes. Porque no era él: era Cristo quien convocaba.
Tor Vergata se convirtió en un gran cenáculo a cielo abierto. Allí, el Espíritu Santo descendió con fuerza. Jóvenes de lenguas, culturas y trayectorias muy distintas, nos descubrimos hermanos, unidos no por afinidad ni ideología, sino por la sed compartida de verdad, de sentido, de vida plena en Jesús. En aquella noche de vigilia, bajo las estrellas romanas, algo se grabó a fuego en nuestros corazones.
Muchos de nosotros experimentamos lo que el Papa llamaba “el laboratorio de la fe”: confesiones profundas, lágrimas de reconciliación, adoración silenciosa ante el Santísimo, cantos de alabanza que aún resuenan en la memoria del alma. Fue una sacudida de gracia. Una generación entera —nacida después del mayo del 68, marcada por la caída de las ideologías del siglo XX— redescubrió su vocación cristiana no como tradición heredada, sino como un encuentro personal con el Resucitado.
San Juan Pablo II no nos habló de utopías vacías. Nos habló de santidad, de cruz, de entrega radical: “¿Es difícil creer en el año 2000? Sí, es difícil, pero con la gracia es posible”. Y todos aplaudimos. Porque no era un discurso, era una llamada. Nos invitó a ser “centinelas del nuevo milenio”, defensores de la paz, testigos del amor de Dios en un mundo herido. Nos recordó que “Cristo os ama y cuenta con cada uno de vosotros”.
Ahora, en agosto de 2025, Roma vuelve a acoger a miles de jóvenes para un nuevo Jubileo. Y quienes entonces teníamos más juventud y menos años, ahora somos más adultos —padres, educadores, sacerdotes, consagrados, laicos comprometidos— que llevamos dentro esa chispa que no se apagó. Muchos de nosotros seguimos caminando gracias a lo que allí comenzó. Porque Tor Vergata no fue un festival, ni una moda. Fue una experiencia de Pentecostés.
Hoy, más que nunca, urge redescubrir el rostro esperanzado de la juventud cristiana. En medio de un mundo que promueve el nihilismo o el narcisismo, el testimonio de tantos jóvenes que siguen buscando a Cristo —como entonces— es un signo de los tiempos. El Papa Francisco, y ahora el Papa León XIV, lo han dicho con claridad: la Iglesia necesita una juventud misionera, audaz, con corazón orante y manos dispuestas al servicio.
Que este nuevo Jubileo de los Jóvenes en Roma no sea un recuerdo repetido, sino una nueva efusión del Espíritu. Que los jóvenes de hoy —como nosotros entonces— descubran que no están solos, que no están locos por creer, que no están equivocados por esperar. Que escuchen de nuevo aquellas palabras del Papa santo: “No tengáis miedo. Abrid de par en par las puertas a Cristo”.
Porque la historia no está escrita. Y Roma, 25 años después, sigue siendo tierra de milagros.
Twitter: @lluciapou
Llucià Pou Sabaté
(Participante del Jubileo de los Jóvenes 2000 – Tor Vergata)










