Como apunté en el artículo anterior, en la “nueva realidad” habrá lucha, como se ve y más se verá, empezando por la ascética de no perder la fe, pues la confusión será generalizada (Mt 24,1-9). Hasta sentiremos perder nuestras intimidades y nuestros seres queridos. “Los hermanos entregarán a sus hermanos (…), los padres a los hijos (…), los hijos matarán a sus padres…” (Mt 24,1-25; Mt 10,17-23; Lc 21,25-28; Mc 13,28-32; Mt 24,37-42). “Viene el Príncipe de este mundo”, nos avisa Jesucristo, y aclara: “que en mí no tiene nada” (Jn 14,30). ¡Satanás campará a sus anchas!
Está claro, pues, que no será un proceso indoloro. Solo empezamos a experimentarlo. Todo buen médico sabe que una gangrena hay que cortarla no por la zona corroída y muerta, sino por la parte que se mantiene viva. Eso es lo que se dispone a hacer nuestro justo Juez, con todo su Amor en ristre. Arrancará de cuajo las plantas podridas (Mt 13,24-36), y las salvables las podará por lo sano (Jn 15,2). Ni más ni menos que como el viñador poda los sarmientos de la vid que aún se mantiene redimible, con vistas a hacerla crecer más, y así llegue a producir buenos frutos que posibiliten obtener el buen vino a servir en el Reino (Jn 15,1-8).
A la vista de este panorama, resulta profético que el Papa Francisco, reflexionando sobre las parábolas del tesoro escondido y la de la perla que nos presentó la liturgia en un caluroso día de este agosto (Mt 13,44-45), pidiera “buscadores incansables del Reino de los Cielos”. En efecto, el cielo terrenal permanece resplandeciente azul turquesa para el santo audaz que sepa y ose mirar detrás con mirada inquisitiva y limpia. Ese cielo y no otro es el que nos renovará y redoblará la vida, después de ser conmocionado (Mt 24,15-29): “para que den más fruto” (Jn 15,2). Porque esos nubarrones son y los han traído nuestras malas obras, haciéndoles el juego a los secuaces de Satanás.
Todos somos pecadores, eso es, culpables. Podridos o no, somos carne al fin, y carne que debemos llevar al Cielo tras la resurrección. Reconociendo nuestra inmundicia es como conseguiremos pedir perdón para renacer, como el Buen Ladrón, al que –tras su arrepentimiento- Jesús prometió llevarse directo a la Vida eterna (Lc 23,43). Queramos o no, los hombres y las mujeres, mortales, vivimos tan dependientes que con el hálito de Dios revivimos Su fe y la hacemos nuestra.
Sin duda, si caminamos con el Eterno, pisamos sobre roca firme. Porque si las circunstancias son extraordinarias, también lo será la asistencia divina. Como remarca san Pablo: “Donde abundó el mal, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). Dios es el Justo. Dios es el Bien. Recita el título del primer libro-entrevista del Papa Francisco: “El nombre de Dios es Misericordia”. Ese título no es más que una ratificación de la palabra que se inventó el Pontífice sobre el proceder de Dios: “‘misericordiando’, eso es, dando misericordia”. ¡Un nuevo bergoglismo, como nos lanzó un día! ¡Un buen marchamo! (Aclaró el Papa que existe en latín ese gerundio ‘miserando’, que es intraducible al castellano. Tan es así que él lo incorporó en el lema de su escudo papal, pues considera esa expresión como uno de los pilares de la fe cristiana).
¿Qué es, para Dios, misericordiar? Vayamos a La Pinacoteca de la Oración, el canal de YouTube de mossèn Josep Maria Torras. En el cuadro “Pinceladas del Evangelio – Parábolas del Reino 5 – Una pequeña semilla” (minuto 3’16’’) uno siente renacer la alborada. Seguro que inspiraremos aires nuevos, puros y refrescantes. Súbitamente reconfortados como el Buen Ladrón, nos convertiremos en lo que mossèn llama “Apóstoles de la Esperanza”, y así será como cambiaremos el mundo. Nada nos será imposible (Cfr. Jn 15,1-8). ¡Todo es posible para el que cree en Dios! (Cfr. Mt 17,20).
Está claro, pues, que no será un proceso indoloro. Solo empezamos a experimentarlo Share on X