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Ateísmo práctico y cultura de la muerte

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Una de las grandes preguntas que enfrenta la Iglesia en el siglo XXI es cómo evangelizar en una cultura cada vez más secularizada. Aunque muchos cristianos reconocen los mensajes abiertamente anticristianos en los medios, la educación y las empresas, el verdadero peligro no está solo en los discursos explícitos, sino en los hábitos cotidianos que moldean silenciosamente nuestras vidas.

Esta forma sutil de secularización es lo que San Juan Pablo II llamó ateísmo práctico, y constituye uno de los mayores retos pastorales de nuestro tiempo.

¿Qué es el ateísmo práctico?

A diferencia del ateísmo intelectual, el ateísmo práctico no niega a Dios con palabras, sino con la vida.

Es vivir «como si Dios no existiera», tal como lo expresó San Juan Pablo II en Evangelium Vitae. Es asistir a Misa los domingos pero tomar decisiones diarias como lo haría cualquier persona ajena a la fe: consumismo, individualismo, búsqueda de placer y eficiencia sin referencia a lo trascendente.

Este modo de vida, aunque común incluso entre creyentes practicantes, revela una profunda pérdida del sentido de Dios.

La cultura de la muerte y la pérdida del sentido 

San Juan Pablo II advirtió que la cultura de la muerte no se reduce al aborto o la eutanasia, sino que nace de una raíz más profunda: la pérdida del sentido de Dios y, por ende, del sentido del hombre.

Cuando Dios deja de ser el centro, el ser humano también pierde su dignidad.

La naturaleza, que antes se reconocía como “madre”, se convierte solo en “materia” para ser manipulada, y el cuerpo humano se reduce a un objeto de placer o utilidad.

Esta visión está en sintonía con el diagnóstico del filósofo Charles Taylor sobre la “era secular”: una época en la que incluso los creyentes tienden a imaginar su vida sin referencia a lo trascendente.

Es un cambio en el imaginario social, donde Dios no desaparece por completo, pero se vuelve irrelevante para la vida diaria.

Formación cristiana

Muchos esfuerzos pastorales se enfocan en mantener la asistencia dominical o combatir ideas erróneas con formación doctrinal.

Sin embargo, según estudios sociológicos y psicológicos, la mayor parte de nuestras acciones no provienen de decisiones racionales, sino de hábitos formados en la vida cotidiana.

Por eso, prácticas cristianas “delgadas” —como un grupo de oración semanal o una charla mensual— no bastan para contrarrestar las múltiples horas de formación secular que recibimos a través del trabajo, el entretenimiento y el consumo.

La clave está en promover una formación cristiana encarnada, que transforme los ritmos cotidianos: cómo trabajamos, cómo compramos, cómo descansamos, cómo educamos.

La fe no puede ser un accesorio, sino una forma de vivir, un hábito del alma cultivado con constancia.

Combatir el ateísmo práctico con una vida eucarística

La misión del laico, según Lumen Gentium, es consagrar el mundo a Dios. Pero esto solo es posible si la vida cotidiana se convierte en una prolongación de la Eucaristía. Sin una fe vivida y encarnada, los cristianos corren el riesgo de convertirse en “sal que ha perdido su sabor” (Mt 5,13).

El desafío para parroquias, familias y movimientos es urgente: ¿estamos ofreciendo una formación que realmente moldee el corazón cristiano? ¿O permitimos que el mundo forme a nuestros fieles con valores ajenos al Evangelio?

El enemigo más sutil no es el discurso anticristiano que se denuncia en redes sociales, sino la rutina que nos acostumbra a vivir sin Dios.

Para combatir la cultura de la muerte, la Iglesia no debe limitarse a refutar ideas, sino a transformar vidas. Solo una Iglesia que forma santos en lo ordinario podrá iluminar un mundo que ha perdido el sentido de lo sagrado.

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