La autenticidad no puede ser otra cosa que obrar conforme al propio ser. Si el hombre fuese su propio creador, no cabe duda de que a él correspondería proyectar su ser y el curso de su existencia. Pero el hombre no es su propio hacedor; viene a la existencia con un ser ya dado, con una naturaleza determinada, que, en virtud de su propia estructura y finalidad, ha de desarrollarse conforme a las posibilidades y al orden que le son propios. Fácil es comprender así que la autenticidad está en la ley natural, que es universal e inmutable; ella es el supuesto de la autenticidad. Siguiéndola el hombre obra y se desarrolla conforme al propio ser y a la dignidad de persona que le son propios, en cuanto que es una criatura racional.
Con ello quiere decirse, entre otras cosas, que los hombres se presentan en su mutua relación como personas humanas, con toda la dignidad propia de ellas, y, por lo tanto, que hay una serie de exigencias de justicia que presiden su relación y su vida social.
Hay, en efecto, que partir del hecho fundamental de que el hombre es persona y por ello es un ser dotado de dignidad. Con esta expresión se quiere manifestar que el hombre se presenta ante sí mismo y ante los demás, no como una cosa o como un objeto, sino como portador de valores y respetabilidad, como portador de derechos y deberes inherentes a su condición de persona.
Lo que llamamos ley natural no es una especie de imposición extraña que limite las casi infinitas posibilidades de la humana libertad. Por el contrario, es expresión de la dignidad y del valor de la persona humana, que se manifiesta tal cual a través de ella. Hablar de ley natural es hablar de exigencias de la dignidad de la persona y de su adecuado desenvolvimiento.