Entre los seres naturales, solo el hombre participa del modo de ser propio de Dios: es un ser personal, inteligente y libre, capaz de amar.
Como Dios, el hombre es inteligente, posee una naturaleza espiritual, es libre y capaz de amar.
Al hombre se le llama persona porque es radicalmente diferente de los demás sujetos de cualquier naturaleza no racional. Lo distintivo de este sujeto es que tiene un dominio sobre sus operaciones radicalmente superior del que tiene cualquier otro individuo vivo vegetal o animal. Los vegetales son dueños únicamente de la operación, en el sentido de que ellos la realizan; los animales se apropian, además, gracias al conocimiento, de la causa de sus operaciones, y los vivientes racionales son dueños también del fin de sus operaciones. Esta posibilidad que tienen los seres racionales de dirigir sus operaciones a fines libremente elegidos es lo que manifiesta la radical diferencia entre el actuar de un sujeto meramente sensitivo o animal y el actuar de la persona.
Ser alguien o ser persona, consiste en ser quien se es (ser el único que cada cual es) siendo para otros (prestando el servicio que cada cual, y solo él, puede prestar). En ese sentido, la persona se va haciendo a sí misma, va configurando su rostro a lo largo de su vida. Este hacerse a sí misma es también una manifestación de la autoposesión y del autogobierno que ejerce sobre sí misma.
El hombre es persona, es decir, dotado de razón y de voluntad libre, y enriquecido por tanto con una responsabilidad personal.
Una persona es un ser racional, con una capacidad intelectiva cualitativamente superior a los animales. Pero no nos encontramos solo ante una cuestión de funcionalidad intelectiva. La persona goza de una interioridad, en cuanto que es un sujeto con un carácter espiritual, en el que se incluye una conciencia y una orientación hacia la verdad y el bien. Por tanto, la naturaleza del hombre es sustancialmente diversa a la de los animales e incluye la capacidad de la autodeterminación basada sobre la propia reflexión y la libre voluntad (cf Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, Palabra, 2016).
La espiritualidad humana se encuentra ampliamente testimoniada por muchos e importantes aspectos de nuestra experiencia, a través de capacidades humanas que trascienden el nivel de la naturaleza material. En el nivel de la inteligencia, las capacidades de abstraer, de razonar, de argumentar, de reconocer la verdad y de enunciarla en un lenguaje. En el nivel de la voluntad, las capacidades de querer, de autodeterminarse libremente, de actuar en vistas a un fin conocido intelectualmente. Y en ambos niveles, la capacidad de autoreflexión, de modo que podemos conocer nuestros propios conocimientos (conocer que conocemos) y querer nuestros propios actos de querer (querer querer). Como consecuencia de estas capacidades, nuestro conocimiento se encuentra abierto hacia toda la realidad, sin límite (aunque los conocimientos particulares sean siempre limitados); nuestro querer tiende hacia el bien absoluto, y no se conforma con ningún bien limitado; y podemos descubrir el sentido de nuestra vida, e incluso darle libremente un sentido, proyectando el futuro.
Pero esta excelencia por la que el hombre se destaca entre las demás criaturas, aunque se apoya en bases teológicas, también está al alcance de la razón humana. La inteligencia y libertad del hombre le distinguen de los demás seres, y lo elevan a un rango superior. Por esto, la dignidad de la persona no es fruto de cualidades accidentales, sino de la misma naturaleza del hombre como animal racional, capaz de pensar (el hombre no necesita máquinas para pensar, aunque pueda servirse de ellas; las máquinas nos pueden igualar y superar en muchos aspectos, pero carecen de la interioridad característica de la persona y de las capacidades relacionadas con esa interioridad: capacidad intelectual y argumentativa, conciencia personal y moral, capacidad de amar y ser amado, por ejemplo) y de amar.
El «ser humano», sostiene Heidegger, puede ponerse en lugar de otro «ser humano», puede empatizar y hacer amistad con otro, puede sufrir las penas del otro o alegrarse con sus éxitos; cuestión que al animal no le es posible.
El hombre capta los modos de ser de cada cosa, y a diferencia de los animales, puede profundizar en cada modo de ser. En la mente humana van teniendo cabida las realidades del mundo exterior (por eso Aristóteles dice que el hombre es de algún modo todas las cosas), que son entendidas con más o menos profundidad. Un animal ve imágenes de las cosas reales, y las estima como convenientes o no convenientes para sí; pero no puede entender las propiedades o el modo de ser íntimo de las cosas. Por eso, no puede elaborar cultura; aunque sí ciertas técnicas o habilidades.
Sería un error pensar que el hombre inventa la flecha solo porque tiene necesidad de comer pájaros. También el gato tiene esa misma necesidad y no inventa nada. El hambre solo impulsa a comer, no a fabricar flechas: son dos cosas muy diferentes. Por eso, no es correcto explicar al hombre solo desde sus necesidades, sino también desde sus posibilidades y aspiraciones. La inteligencia humana no surge de una necesidad, sino de una dotación, y por eso no es un animal más. Tiene la capacidad de crear.
La ciencia natural proporciona una de las pruebas más convincentes acerca de las peculiaridades del hombre; en efecto, pone de manifiesto que el hombre, a diferencia de otros seres, posee unas capacidades creativas y argumentativas que resultan indispensables para plantear los problemas científicos, buscar soluciones, y poner a prueba su validez. El gran progreso científico y técnico de la época moderna ilustra las capacidades únicas de la persona humana, y no tendría sentido utilizarlo para negar lo que, en último término, hace posible la existencia de la ciencia.
Aunque de manera negativa, algo característico de la persona humana que la coloca en un plano absolutamente distinto de los animales, es la capacidad de disimular, de ocultar lo que siente, lo que piensa, lo que quiere. Puede esconder y guardar su mundo para sí, aún a sabiendas de que tal hermetismo le puede dañar. Solo el ser humano se puede poner una máscara y representar una comedia. Y nadie más.
El hombre es un ser moral; distingue el bien del mal; el animal no tiene moralidad. También el hombre es capaz de ponerse en el lugar del otro, de comprender, por esto es, dice Spaemann, un símbolo del Absoluto (de lo que de alguna manera está en todo).
El hombre no es puro instinto, ni un simple engranaje del sistema productivo, ni una célula utilizada por el gran cuerpo de la sociedad.
Hay mucho más en cada hombre. Hay un alma, un espíritu, que no termina con la muerte, que empieza a vivir un día y camina hacia la plenitud de lo infinito. Vale cada ser humano, pobre o rico, grande o pequeño, sano o enfermo, nacido o sin nacer, del norte o del sur, porque cada uno tiene algo de divino, un soplo de Dios.
El hombre es la única criatura hecha a imagen y semejanza de Dios.
Que el hombre es imagen de Dios significa, ante todo, que es capaz de relacionarse con Él, que puede conocerle y amarle, que es amado por Dios como persona.
El libro del Génesis es extraordinariamente preciso: definiendo al hombre como «imagen de Dios», pone en evidencia aquello por lo que el hombre es hombre, aquello por lo que es un ser distinto de todas las demás criaturas del mundo visible.
El hombre es imagen de Dios. Es persona a imagen de las personas divinas. Un ser inteligente y libre, capaz de bien y de amor, y que se realiza amando, a imagen de las personas divinas.
En definitiva, «el hombre creado a imagen de Dios es un ser a la vez corporal y espiritual, o sea, un ser que por una parte está unido al mundo exterior y por otra lo trasciende: en cuanto espíritu, además de cuerpo es persona. Esta verdad sobre el hombre es objeto de nuestra fe, como también lo es la verdad bíblica sobre su constitución a ‘imagen y semejanza’ de Dios; y es una verdad constantemente presentada, a lo largo de los siglos, por el Magisterio de la Iglesia» (san Juan Pablo II, audiencia general, 16.IV.1986).
No es correcto explicar al hombre solo desde sus necesidades, sino también desde sus posibilidades y aspiraciones Share on X
1 Comentario. Dejar nuevo
Tanto el artículo en cuestión, como el titulado Reflexiones sobre lo que diferencia al hombre de los animales, son ambos magníficos, completos, claros, profundos e interesantes, con argumentos muy a tener en cuenta frente a los «animalistas».