La desvinculación se produce por un proceso ramificado de rupturas, que a su vez genera crisis que se acumulan y se extienden sin solución de continuidad. El progreso técnico, la expresión económica de la ciencia y la tecnología, consigue avances, pero es incapaz de absorber, en una medida suficiente, los graves deterioros a medio y largo plazo de la propia sociedad, aunque puede maquillar la realidad. En este estadio estamos situados, y un par de nombres de nuevo cuño lo definen: permacrisis y policrisis.
Básicamente, pueden conceptualizarse seis tipos distintos de estas grandes rupturas: la primera y decisiva, en la relación con Dios; la moral y antropológica; la cultural y educativa; la de la injusticia social manifiesta; la de la desvinculación política; y la generacional.
La primera y fundamental de las grandes rupturas de los vínculos es la de la relación con Dios, y con ella la voluntad de erradicar el cristianismo, que es el vínculo cultural de Occidente; no tiene otro desde el siglo V. Se trata de la cancelación de Dios y el rechazo a Jesucristo, porque este impide vivir la vida del deseo concupiscente, aunque este motivo real puede envolverse en múltiples ropajes.
¿Por qué es tan decisiva la ruptura con Dios? No se trata de la desaparición del deísmo, de un ser indeterminado o de una fuerza superior más o menos abstracta, ni de una mera percepción espiritual. Para Occidente, significa la ruptura con Jesucristo. «Quien a mí me ve, ve al Padre»; es decir, la ruptura con una persona real cuya vida y palabra muestran el camino y la mirada de Dios. Esta revelación es hoy universal. Es una realidad de la que no se puede prescindir sin ocasionar un trauma de dimensiones históricas. En él estamos instalados.
En Cristo, la religión ya no es un “buscar a Dios a tientas” (Hechos 17, 27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre (…). Jesucristo es el nuevo comienzo de todo: todo en Él converge, es acogido y restituido al Creador de quien procede. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación (Tertio Millennio Adveniente, 6).
Es el cristianismo quien construye la cúpula occidental que permite articular, bajo su seno, a dos culturas en principio incompatibles: la teocrática del Antiguo Testamento y la filosófica de Grecia. Construye así la gran transformación sobre la que se asienta Occidente, y que se extiende e inculturaliza en todo el mundo. Pero, al igual que la cultura siriaca recoge el cristianismo griego y le da forma propia —hasta que el islam la reduce por la fuerza de las armas a un relicto—, el cristianismo occidental da forma a Occidente. Si se le rechaza, nuestra civilización, es decir, nuestro sistema moral, causa no forzada de cohesión de la sociedad, se aproxima a la nada. Ninguna otra concepción sin raíces cristianas ha demostrado capacidad y estabilidad para ser alternativa. Ni la razón ilustrada, ni el cientificismo de la modernidad, ni, por descontado, el ateísmo han significado nada; el intento del materialismo marxista, cuyo proyecto colapsó en poco tiempo, tampoco lo hizo, ni la perspectiva de género en todas sus variantes, ni las demás doctrinas coetáneas.
En los artículos precedentes hemos visto la deuda de Occidente con el cristianismo y cómo, a pesar de todos los embates, mal que bien, sigue aportando la matriz moral común. Eso sí, cada vez más desarticulado. El tiempo juega en contra, porque las estructuras de pecado se han transformado en poder político, que legisla y actúa como nunca en la historia.
La razón de esta ausencia de alternativa es muy evidente. Todas las formulaciones que excluyen lo cristiano —y no me refiero solo a la fe, sino a su concepción cultural y ética— son, a su vez, dependientes de la fuente cristiana. Es una evidencia histórica que las alternativas construidas han sido sustituidas o han colapsado; necesitan construirse en la negación y el antagonismo. Es el caso de la razón ilustrada y sus derivadas posteriores, en su interpretación que prescinde de Dios, o, en términos de colapso, del marxismo. Las ideologías de sustitución más recientes, el feminismo de género y sus identidades surgidas de la ideología queer, sin tiempo todavía para colapsar o quedar en un rincón de la historia, comparten con las anteriores la necesidad de la negación y el conflicto permanente, sin los cuales su ser desaparece. Tienen necesidad existencial de propagar el antagonismo, el conflicto, no ya contra Dios, sino contra el propio ser humano, contra la condición humana. Es lógico que así sea, porque sin Dios el hombre pierde su sentido. La creciente polarización interna de nuestras sociedades debe analizarse en esta clave.
El cristianismo no se levantó como negación ni sustitución de nada, sino como afirmación, como profundización revolucionariamente nueva: el anuncio del Reino de Dios entre nosotros, que prosigue hasta su realización absoluta.
Aquellas alternativas son maestras en la sospecha y el descrédito, excelentes en la crítica, pero, si se hacen realidad, como sucedió con el comunismo, acaban implosionando o bien se autodestruyen en la anomia. Este es el camino de nuestras sociedades desvinculadas.
Esta catástrofe de la sociedad occidental, la cancelación cristiana, echa abajo toda posibilidad de generar un élan universal que surja de la fraternidad humana germinada en el reconocimiento de nuestra filiación divina.
Cuando tantas personas se escandalizan por la incapacidad o falta de voluntad de Europa para dar una mejor respuesta a la tragedia de la inmigración que se aventura a cruzar el Mediterráneo o el Atlántico, cuando se afirma que esto significa la pérdida de los principios que constituyen la Unión Europea, se olvidan de la causa principal que lo provoca: el abandono de las raíces cristianas. Sin este tensor, que mal que bien siempre actúa, sin este élan vital, la solidaridad —en este caso— es cosa muerta.
No es la primera vez que sucede, y cuando ha sido así, Europa ha terminado mal, aunque siempre, después, ha habido un resurgimiento a partir de aquella raíz. Es lo que acaeció a partir de 1945, después de décadas de enloquecimiento. Es lo que construyó una España democrática después de décadas de dictadura. La Transición no hubiera sido posible sin la acogida de la reconciliación y el perdón inherentes a la cultura cristiana. Y su ausencia y la polarización política ahora se deben al debilitamiento de aquel sustrato común.
Catecismo de combate (10). La desvinculación
La Transición no hubiera sido posible sin la acogida de la reconciliación y el perdón inherentes a la cultura cristiana Share on X