El atractivo que suscita el nuevo Papa León XIV, a juzgar por el espacio y el tiempo que le dedican los medios de comunicación, es extraordinario. Tanto, que cabe preguntarse cuánto de esta fascinación se debe a la persona o al personaje, y cuánto a un creciente interés por el papado mismo. Ese interés —incierto y tímido en tiempos de Juan XXIII y Pablo VI— eclosionó con fuerza durante el pontificado de Juan Pablo II. La atención que despierta cada cónclave confirma esta atracción contemporánea por la figura del Papa.
Resulta llamativo, sin embargo, el contraste entre el recelo con que muchos miran a la Iglesia y la importancia que al mismo tiempo le otorgan. León XIV ya lo apuntó en su primera homilía: “Hoy no son pocos los contextos en los que la fe cristiana es considerada absurda, propia de personas débiles y poco inteligentes. Contextos donde se prefieren otros agentes como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder… y el placer”. Curiosamente, algunos periódicos, como La Vanguardia, omitieron este último término al subtitular el texto. Tal vez no les parezca apropiado que un Papa —al que ya quisieran moldear como calcomanía de Francisco— señale uno de los factores más críticos de nuestro tiempo: la idea de que la realización personal consiste en satisfacer deseos sin aceptar límites ni compromisos.
Es evidente que habrá elementos comunes con el pontificado de Francisco. Siempre es así. Lo humano y lo esencial se repiten en todos los Papas modernos. Hoy, como ayer, la justicia social, la dignidad de los pobres y los trabajadores, la atención a los más débiles y el bien común siguen siendo ejes fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, sistematizada a partir de León XIII y su encíclica Rerum novarum.
Un segundo ámbito de continuidad será, previsiblemente, la atención a la crisis climática y ambiental. O, en términos más precisos, la preocupación por lo creado. El hombre, llamado a ser administrador de los dones de Dios, se ha convertido en explotador, situándose en el centro de todo y considerándose el fin de todas las cosas.
La tercera clave, que ya se vislumbra pese al escaso tiempo transcurrido desde su elección, es la de la sinodalidad. Pero aquí conviene ser prudentes. La confusión que rodea este concepto, como en tantos aspectos del legado de Francisco, admite múltiples interpretaciones. La más relevante tiene que ver con una posible visión alternativa del Sínodo de los Obispos, que, junto a la primacía papal, gobierna la Iglesia. Algunos pensaban que Francisco había dado pasos en esa dirección. Pero ya no es posible verificarlo. Si León XIV decidiera avanzar por ese camino, el cambio sería profundo, incluso traumático, rompiendo con dos mil años de magisterio. Sin embargo, eso está por ver.
Lo que sí parece claro, a juzgar por la lectura general de las crónicas y las quinielas previas —con Parolin al inicio y Prevost al final como nombres más repetidos—, es que la mayoría no deseaba una continuidad mimética con Francisco. Algunos aspectos, sí; pero solo algunos. Y probablemente coinciden con los que ya he señalado aquí como puntos de contacto entre ambos pontificados. Claro que habrá un hilo de continuidad. No puede ser de otra manera: de no ser así, la Iglesia no tendría los dos mil años de historia que tiene. Continuidad y reforma: esa es la fórmula que le ha permitido incardinarse en el mundo y atravesar los siglos. La Iglesia semper reformanda articula esa renovación con la fidelidad al depósito de la fe.
Una segunda coincidencia de la mayoría es el legado de una Iglesia herida y dividida. Los cardenales electores han buscado que el nuevo Papa ofrezca garantías para recuperar la unidad y sanar los daños.
El tercer desafío es la grave situación económica, marcada por el déficit y la insuficiencia del sistema de pensiones vaticano. Francisco emprendió reformas; sus partidarios consideran que fueron valientes y eficaces; sus críticos, que fueron tardías, insuficientes o equivocadas. Pero al margen de las opiniones, los hechos muestran un problema de primer orden que antes no existía en esa magnitud y amenaza la independencia económica de la Santa Sede.
Una cuarta característica del nuevo pontificado es que, al menos en un aspecto concreto, León XIV parece situarse en las antípodas de su antecesor: en su estilo comunicativo. Ha prometido reducir al mínimo el protagonismo personal y poner en el centro a Jesucristo. Este planteamiento contrasta con la constante exposición pública de Francisco, marcada por la gestualidad, la espontaneidad verbal y una locuacidad —muy argentina, por cierto— que dificultaba una comunicación comprensible para todos los fieles.
No ha faltado tiempo a los medios de la progresía para imponer al nuevo Papa su prioridad: la lucha contra los abusos a menores, como si la Iglesia no llevara más de treinta años enfrentándose al problema. Las medidas adoptadas han sido de las más contundentes que ha emprendido cualquier institución. La comparación con la ONU, a la que casi nadie osa criticar, resulta significativa. Los datos objetivos, especialmente en países como España, demuestran que los casos vinculados a la Iglesia se han reducido drásticamente, hasta quedar en cifras todavía más marginales, mientras la pederastia en el conjunto de la sociedad ha seguido creciendo de forma escandalosa.
En mi libro La pederastia en la Iglesia y la sociedad. El gran chivo expiatorio dedico una parte entera a los datos, y otra a explicar todas las medidas adoptadas por la Iglesia. Esa descripción objetiva muestra claramente que, mientras los abusos en la Iglesia han disminuido, la plaga sigue creciendo en la sociedad. En España, los casos se han duplicado en los últimos siete años. A escala mundial, la web bishop-accountability.org solo ha podido documentar cerca de 7.000 religiosos culpables de abusos en el mundo en más de medio siglo. Eso confirma que la Iglesia ha sido convertida en chivo expiatorio, como afirmo en el título del libro, que ha sido ignorado por quienes deberían estar más interesados, como 13TV o COPE.
En los días previos al cónclave, algunos católicos se sumaron a la caza de brujas contra determinados cardenales, acusándolos de encubrir abusos sin pruebas. Esa actitud, propia de quien cree que se arregla la Iglesia arrojando piedras sobre su propio tejado, la vi durante el pontificado de Juan Pablo II por parte de los progresistas, y la he vuelto a ver ahora por parte de algunos de sus antagonistas. No puede salir nada bueno de actitudes tan poco católicas, que contradicen la fraternidad cristiana.
La Iglesia prevalece porque es una y santa, aunque esté habitada por un puñado de pecadores —nosotros—. Y esa es, precisamente, la mejor prueba de que está asistida por el Espíritu Santo. Hay que confiar más en Él, y actuar de acuerdo con Él.
Es evidente que habrá elementos comunes con el pontificado de Francisco. Siempre es así. Lo humano y lo esencial se repiten en todos los Papas modernos Compartir en X