Durante siglos, la historia humana ha sido una lucha incesante por domesticar el poder. Desde las teocracias orientales hasta las monarquías absolutas europeas, el poder político se presentó como una fuerza casi divina, situada por encima del ciudadano común. Solo con el paso del tiempo —y a costa de guerras, revoluciones y sufrimientos colectivos— surgió una idea radicalmente nueva: que la autoridad debía estar limitada por la ley y legitimada por el consentimiento de los gobernados.
El poder como tentación constante
La ambición de dominar es tan antigua como el hombre. Aristóteles ya advertía que “el poder revela al hombre”, y los pensadores cristianos, de San Agustín a Santo Tomás de Aquino, vieron en el poder una ocasión tanto de servicio como de corrupción. En la Edad Media, el equilibrio entre el poder espiritual y el temporal ofrecía un frágil contrapeso, pero la tentación de la soberanía absoluta —la pretensión de que el rey fuera “fuente de toda ley”— acabó imponiéndose.
En la Europa del siglo XVII, Luis XIV de Francia encarnó la cumbre del absolutismo. Su célebre frase, “El Estado soy yo”, resume una época en que el poder era patrimonio personal del monarca, no expresión de la comunidad política. Frente a ello, Inglaterra fue el primer laboratorio donde se intentó limitar al rey sin destruir el orden civil.
Inglaterra y la semilla del constitucionalismo
La historia británica muestra que la libertad política no nace de la rebelión inmediata, sino de la negociación prolongada entre tradición y cambio. La Magna Carta (1215) fue el primer reconocimiento de que incluso el rey debía rendir cuentas a la ley. Más tarde, la Revolución Gloriosa (1688) estableció el principio de soberanía parlamentaria y la necesidad de un monarca sujeto al control del Parlamento.
Esa cultura del límite —del poder contenido y razonado— generó un espíritu político nuevo: el gobierno responsable. John Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno civil, propuso que la autoridad solo es legítima si protege los derechos naturales de las personas. A partir de ahí, la monarquía inglesa dejó de ser un poder arbitrario para convertirse en una institución simbólica, garante de continuidad y estabilidad.
Paradójicamente, esta “domesticación del poder” permitió que el Reino Unido, aun tras salir de la Unión Europea, conserve una democracia sólida. No necesita amparo económico supranacional para mantener el Estado de derecho: su tradición constitucional, forjada durante siglos, actúa como su mejor escudo.
Estados Unidos y el equilibrio de instituciones
Cuando los colonos americanos redactaron su Constitución en 1787, aprendieron las lecciones europeas: el poder absoluto debía evitarse mediante el equilibrio entre instituciones. Así nacieron los tres poderes —legislativo, ejecutivo y judicial—, pensados para vigilarse mutuamente.
Sin embargo, el sistema estadounidense también encierra tensiones. El presidente concentra un poder considerable, y los miembros del Tribunal Supremo son designados por razones políticas. Pero su nombramiento vitalicio convierte al alto tribunal en un espacio de independencia posible: puede oponerse al Ejecutivo sin temer represalias. Este diseño institucional —mezcla de prudencia y riesgo— mantiene vivo el espíritu republicano.
En momentos de polarización, como los actuales, esa estructura impide que un líder carismático transforme el Estado en instrumento de su voluntad. La historia reciente muestra que las democracias no están exentas de tentaciones autoritarias, pero que las instituciones sólidas pueden resistir incluso las presiones más intensas.
Europa continental y el aprendizaje del siglo XX
La Europa continental tardó más en consolidar sus libertades. Tras la caída de los absolutismos, las revoluciones del XIX trajeron tanto esperanza como inestabilidad. El siglo XX fue un laboratorio trágico: el fascismo, el nazismo y el comunismo mostraron cómo el poder sin límites puede devastar la dignidad humana.
Después de 1945, el continente comprendió que la democracia necesitaba algo más que elecciones: requería cultura jurídica, división de poderes y una economía interdependiente. Así nació la idea de Europa como proyecto político y moral. La Unión Europea, con todos sus defectos, funciona como un gran marco de garantía democrática. Su legislación común y su supervisión económica han impedido que ciertos países deriven hacia dictaduras formales. Allí donde el Estado de derecho se vulnera, Bruselas actúa como un poder moderador.
No se trata de un imperio nuevo, sino de una alianza preventiva contra el viejo mal de la arbitrariedad.
El espíritu cívico, última defensa
La historia demuestra que ningún sistema institucional puede sobrevivir sin virtud ciudadana. Tocqueville, observador agudo de la joven democracia americana, advirtió que “el despotismo democrático” podría llegar no por la violencia, sino por la indiferencia: cuando los ciudadanos delegan todo en el Estado y renuncian a pensar por sí mismos.
Hoy, cuando la velocidad mediática y la manipulación digital erosionan la confianza pública, el mayor peligro no proviene de los dictadores clásicos, sino de la pasividad colectiva. Una “dictadura relámpago” podría instaurarse sin golpes de Estado, solo con el consentimiento distraído de una ciudadanía cansada.
El Estado de derecho no es una conquista definitiva: es un organismo vivo que exige vigilancia moral, educación cívica y compromiso. Cada generación debe redescubrir por qué la libertad importa, y cómo protegerla del poder que siempre busca su cauce más cómodo.
Conclusión: la lección de la historia
La humanidad ha recorrido un largo camino desde los reyes absolutos hasta las democracias constitucionales. Pero la tentación del poder sin freno nunca desaparece: solo cambia de forma. Donde antes había coronas y cetros, hoy puede haber algoritmos, populismos o burocracias que dictan desde la pantalla.
Domesticar el poder —ponerlo al servicio del bien común— sigue siendo la tarea pendiente de toda sociedad. La historia no es una sucesión de errores antiguos, sino un espejo que nos recuerda lo fácil que es volver atrás.
Como escribió Edmund Burke, testigo de la Revolución Francesa: “Para que triunfe el mal, basta con que los hombres buenos no hagan nada.”
Esa sigue siendo la advertencia más actual de todas.
Twitter: @lluciapou
El peligro no proviene de los dictadores clásicos, sino de la pasividad colectiva. Una “dictadura relámpago” podría instaurarse sin golpes de Estado, solo con el consentimiento distraído de una ciudadanía cansada Compartir en X






1 Comentario. Dejar nuevo
Lástima que el Estado de Derecho haya desembocado en la legalización y elevación a derecho de una barbaridad como el aborto voluntario.
Hemos sustituido el poder del “Rey” por el de una entelequia: la “Mujer”, y nos hemos otorgado el derecho a matar a nuestros semejantes en su nombre y por la voluntad de unas mujeres concretas que se acogen a ese poder.
No hemos domesticado el poder, solo lo hemos transferido y puesto en manos de las “Mayorías”, que como los “Reyes”, se van sucediendo unas a otras y pueden imponer leyes, a su albur, que vulneran derechos superiores.
El Estado de Derecho europeo es un espejismo, porque en realidad no garantiza el respeto al Derecho Fundamental a la Vida de todos los ciudadanos, sea cual sea su condición y sin excepciones.
Ciertamente que, en palabras de Edmund Burke: ”Para que triunfe el mal, basta con que los hombres buenos no hagan nada.” Pero aun triunfará con mayor facilidad si lo hombres buenos se ponen de parte del mal creyendo que es un bien.