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Verdad, poder y vacío: cuando la política se queda sin alma

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Se admira en una persona su honradez, su capacidad de decir la verdad incluso cuando no conviene, su coherencia entre lo que piensa, lo que dice y lo que hace. Estas virtudes, que hacen valiosa a una persona en cualquier ámbito de la vida, deberían ser aún más imprescindibles en la política, donde las decisiones afectan a millones y el ejemplo es clave.

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando quien ejerce el poder no cree ya en la verdad, sino que se mueve entre la corrupción, las prebendas, los favores cruzados y la manipulación?

La política, así entendida, se convierte en un simple juego de supervivencia, una lucha de intereses donde lo que importa no es el bien común sino el beneficio propio o el mantenimiento del sillón. El político que actúa de este modo termina siendo utilizado por unos y utilizando a otros: pacta con quien puede reportarle algo y concede lo que le conviene para mantenerse. No hay principios, solo táctica. No hay ideales, solo cálculo. Y aunque pueda parecer astuto, pragmático o hábil, lo cierto es que ha perdido el alma de la política: el servicio.

Pero más allá del desprestigio público o del juicio de la historia, hay una pérdida más profunda: la pérdida de la autenticidad personal. Porque quien vive en la mentira termina solo, aunque esté rodeado de gente. Y quien manipula, aunque logre poder, no logra vínculos reales. La amistad auténtica exige verdad, transparencia, lealtad. El amor, para ser verdadero, necesita coherencia y entrega sincera.

¿Puede alguien que miente cada día, que se esconde tras máscaras, que simula afecto donde solo hay interés, recibir amor verdadero? ¿Puede alguien que instrumentaliza a las personas mantener una amistad duradera, desinteresada?

La vida sin verdad es un desierto afectivo. Lo puede camuflar el poder, el dinero, los aplausos. Pero al final, queda el vacío. Y ese vacío es el juicio más severo que cualquier ser humano puede experimentar: haberlo tenido todo, y no haber sido nada. Ni amigo, ni amado, ni digno de confianza.

La pregunta entonces es: ¿qué tipo de liderazgo necesitamos? ¿Qué sociedad estamos construyendo cuando premiamos al embaucador y castigamos al íntegro? Necesitamos líderes que crean en la verdad, que se esfuercen por ser justos aunque les cueste, que digan “no” cuando es necesario y “sí” solo cuando lo creen de verdad. Personas que no se vendan ni se presten al juego sucio. Personas que prefieran perder el poder antes que perder su alma.

En tiempos de posverdad, relativismo moral y cansancio social, es más urgente que nunca volver a poner la ética en el centro de la vida pública. Solo así la política recuperará su dignidad. Solo así podrá ser instrumento de transformación y no de perpetuación del engaño. Y solo así sus protagonistas podrán mirar atrás y decir: valió la pena.

Twitter: @lluciapou

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