Una democracia sin valores, inmersa en la incertidumbre moral y en la contingencia política, tiende a convertirse en un totalitarismo visible o latente. Ya Tocqueville —más actual ahora que nunca— advertía de que el fundamento de la sociedad democrática estriba en el estado moral e intelectual de un pueblo. Desde luego, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral, aunque solo sea porque el relativismo —como mostró Millán-Puelles— no fundamenta nada.
Una democracia, en una sociedad que no respete los valores objetivos, será cauce, no de gobierno sino de desgobierno, no de desarrollo social sino de corrupción de la sociedad, no de la libertad sino del permisivismo, no del progreso sino del regreso a formas salvajes de vida. Más que democracia, será demagogia.
La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la que podríamos llamar verdad política. La democracia es, ciertamente, una forma de gobierno en la que el pueblo designa a sus gobernantes; pero es también —y principalmente— un régimen de libertad. Sin libertades personales y, de modo fundamental, sin la libertad de ser persona —en el sentido propio de esta palabra— no hay democracia, aunque haya votaciones. Solo por votar no se es persona, ni las elecciones son la democracia; ambas cosas son instrumentos para la libertad y para la democracia, mas no son la democracia ni la libertad.
En definitiva, la democracia no puede florecer si se considera que es el régimen de la incertidumbre, la organización de la sociedad que permite vivir sin valores.