El «borreguismo» es la plaga de los adolescentes. Los niños suelen pasar por períodos de inseguridad y necesitan que los demás los acepten. Es natural a esa edad; pero sería catastrófico arrastrar esta inseguridad toda la vida. La persona inmadura se preocupa demasiado por lo que los demás puedan pensar o decir de él; no posee la fortaleza necesaria para mantenerse firme en sus principios. Así, termina por actuar de modos muy diversos según se encuentre solo o con sus amigos o con otras personas.
La persona madura, en cambio, es consistente y actúa del mismo modo, sea que esté sola, sea que esté con otras personas. En su interior encuentra la dirección justa y el significado que debe dar a sus acciones, sin tener que acudir a otros parámetros que circulan por el mundo. La autenticidad es una tarea fundamental de nuestra vida, y solo se logra a través de la coherencia entre lo que hacemos y lo que somos. La independencia, propia de la persona madura en relación con el ambiente tiene, además, otra dimensión: la capacidad para cuestionar los valores que la sociedad le presenta. Es característico de este tipo de personas el no creer todo lo que se escucha por ahí. Desde luego, no es señal de madurez el no creer en nada; eso es cinismo. La persona madura toma en consideración qué es lo que se dice, quién lo dice y por qué. Suele poner a prueba los valores que se le ofrecen confrontándolos con los principios ciertos y probados que posee. La formación de una personalidad madura, verdaderamente integrada, es un ideal por el que vale la pena luchar. La sociedad actual, que con frecuencia valora más el «tener» que el «ser», necesita con urgencia testimonios de madurez. Solo viviendo de acuerdo con la verdad de nuestro ser, podremos descubrir el camino que conduce a la felicidad auténtica y duradera.