El sufrimiento, en su esencia, está intrínsecamente ligado al concepto del mal y la ausencia de bienestar. Sin embargo, el dolor es un medio para reavivar el alma humana. El sufrimiento nos empuja a crecer, a desarrollar nuestra capacidad de resistencia y a encontrar sentido en medio de la adversidad.
La cuestión de por qué el sufrimiento existe en el mundo ha sido objeto de reflexión y debate a lo largo de la historia de la humanidad. El sufrimiento puede ser comprendido como parte inherente del misterio de la existencia y el libre albedrío humano. Si la vida humana fuese simplemente un proceso biológico desprovisto de trascendencia, el sufrimiento carecería de sentido. Sin embargo, desde una visión más amplia, el sufrimiento adquiere una dimensión ontológica y espiritual que nos invita, casi sin escapatoria, a explorar el significado más profundo de nuestra existencia.
El sentido del sufrimiento
Se nos inculca la idea de evitar el dolor a toda costa, ignorando su potencial transformador y rechazando desde la infancia cualquier experiencia incómoda o desagradable. Esta actitud no deja un resquicio a un bien mayor o a dejarnos sorprender a través de esa realidad dolorosa. Nos aleja de una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.
Detrás de cada sufrimiento se esconde una promesa para el hombre. Existe una esperanza.
En la tradición cristiana, el sufrimiento se presenta como parte integral de la experiencia espiritual y un camino hacia la redención. Aquellos que están dispuestos a padecer por vivir según los preceptos de Cristo encuentran consuelo en medio de sus tribulaciones, sabiendo que el dolor es una antesala de la felicidad eterna. Los santos han hecho del sufrimiento por amor a Dios y a sus semejantes el centro de su existencia, encontrando en la cruz un símbolo de redención y confianza.
La eutanasia
La eutanasia, como manifestación extrema de esta mentalidad de rechazo al dolor, nos recuerda las consecuencias devastadoras de una cultura que niega la dignidad y ofrenda del sufrimiento humano. En lugar de temer al dolor, debemos de aprender a abrazarlo como parte inherente de la vida y encontrar en él una oportunidad.
Tratar el dolor representa una de las tareas más arduas y, a la vez, gratificantes en la experiencia humana. A lo largo de nuestra vida, dedicamos incontables esfuerzos a evitar el sufrimiento. Sin embargo, llega un momento en el que éste se manifiesta de manera inevitable y persistente.
Como afirmaba el Papa Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza Spe salvi: «Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. Debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que —lo vemos— es una fuente continua de sufrimiento» (n. 36).
La muerte
Es natural que el miedo a la muerte y al sufrimiento surjan en el ser humano, ya que la muerte representa una ruptura traumática en la experiencia vital. Sin embargo, el modo en que cada individuo afronta este miedo está influenciado por su concepción del ser humano y su relación con el Misterio. El acompañamiento espiritual y el reconocimiento de la dignidad inherente a la vida humana son elementos fundamentales para afrontar el dolor y la muerte con certidumbre y dignidad.
En última instancia, la forma en que se aborda el sufrimiento y la muerte refleja una cuestión antropológica fundamental. Por lo cual los planteamientos de la sociedad actual dicen mucho de la crisis humana que estamos viviendo. La concepción del ser humano como un ser orientado hacia la comunión y el servicio a los demás influye en la manera en que se enfrentan las dificultades de la vida.
La eutanasia, es decir, intención de acabar con la vida del paciente, ya sea por decisión propia o por influencia de terceros, bajo el pretexto de evitar el dolor, es un acto que oscurece la conciencia del bien y crea un hábito destructivo. Además del mal hacia el paciente, corrompe la integridad moral del médico que la práctica o colabora en ella. E incluso poco a poco va erosionando la fiabilidad de un sector profesional con una vocación inherente a salvar la vida, no a quitarla.
«La extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia. Que hoy no se practique masivamente es algo que sólo debe agradecerse a que Hitler la utilizó: sus huellas han producido terror en todo este tiempo. La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia ya no tiene sentido; sólo interesa hacer de ella algo placentero. Cuando eso ya no sucede, lo más lógico es suprimirla» (R. Spaemann. El sentido del sufrimiento).
Aunque la experiencia interna del dolor es totalmente privada, hay algo común y benévolo en el hombre: la contemplación de la muerte o el dolor nos libera del temor irracional y permite agradecer más la vida presente.
Como afirmaba san Agustín, la enfermedad nos enseña la transitoriedad de la vida y nos invita a prepararnos para el inevitable encuentro con la muerte. Sólo en este sentido, abrazar el sufrimiento puede ser percibido como una oportunidad para unirnos más estrechamente con Cristo. Como decía san Juan Pablo II, en la Carta apostólica “Salvifici doloris”, el dolor en sí mismo es absurdo, y que sólo cuando es aceptado y ofrecido a Jesucristo, se hace vida y resurrección. Ahí es donde de verdad se puede gozar del sufrimiento.
Si la vida humana fuese simplemente un proceso biológico desprovisto de trascendencia, el sufrimiento carecería de sentido Share on X