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Dios existe

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Nunca se me ha aparecido Dios, pero la creación me responde, me contesta, me sugiere. Negar la existencia de Dios sería negar el sentido de las cosas, el sentido del hombre y de su fin en esta tierra.

A mí me llaman la atención las praderas cubiertas de verde, la experiencia de vida al pasar por los bosques, el espectáculo de los animales desarrollándose en su hábitat. ¡Me hablan de Dios!

A Dios no lo vemos. Pero hay veces que tampoco vemos muchas otras cosas, y, sin embargo, sabemos que existen. ¿Cómo? Porque descubrimos las señales que nos hablan de ellas. Podemos decir que todo el universo, desde las constelaciones más lejanas hasta las estructuras subatómicas más sencillas, nos hablan de un Dios que ha pensado en todo y ha querido, por amor, la existencia de sus criaturas.

Sobre todo, por el hecho de que el mundo no es un caos, sino un cosmos, es decir, un todo ordenado, armónico, no absurdo, sino inteligible. Los científicos son los testigos privilegiados de esta realidad. Si el mundo no fuera hecho según un designio inteligente y providente, la ciencia misma sería imposible. Por eso, si los científicos son honestos, no pueden sino constatar la maravilla del orden del universo, el cual habla de una causa: la sabiduría de Dios.

Frente a las maravillas de lo que se puede llamar el mundo inmensamente pequeño del átomo, y el mundo inmensamente grande del cosmos, el espíritu del hombre se siente totalmente superado en sus posibilidades de creación e incluso de imaginación, y comprende que una obra de tal calidad y de tales proporciones requiere un Creador, cuya sabiduría trascienda toda medida, cuya potencia sea infinita.

Todo en el mundo es huella de Dios: el universo creado (el microcosmos y el macrocosmos) y, sobre todo, el hombre, creado a imagen y semejanza Suya, por encima de los demás seres materiales creados, pues es un ser personal, inteligente, posee una naturaleza espiritual, es libre y capaz de bien y de amor, y que se realiza amando.

Nosotros somos huellas vivas de Dios y para entender esto nos basta con saber que hay dos aspectos que podemos encontrar en una huella: su materialidad, que es como la impresión física en la tierra, y su calidad de signo, que indica la presencia de un ser vivo que la dejó impresa. Nosotros, las huellas de Dios, somos signos vivientes de Dios.

Solo con Dios y desde Dios podemos “aprender” el difícil arte del dolor. Solo con Dios y desde Dios podemos amar al que sufre y podemos amar sufriendo.

Por el estilo de diseñar podemos descubrir si una obra es de Miguel Ángel o de Picasso. Cada uno de estos artistas tiene un estilo muy peculiar de pintar. En cierto modo son huellas artísticas que nos indican el grado de genialidad que poseían.

Algo similar sucede con Dios. Viendo la creación, obra suya, la perfección con que cuenta y su organización tan detallada, encontramos huellas de Dios en todo lo que nos rodea. Desde la flor que baila con el viento hasta la bestia salvaje en busca de comida. La mente humana también es un reflejo de la inteligencia divina que nos ha creado a su imagen y semejanza.

Ciertamente el hombre no puede explicarse a sí mismo el sentido de todo lo que le sucede, y por tanto debe reconocer que no es dueño de su propio destino. No solo no se ha hecho él a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera el poder de dominar el curso de los acontecimientos ni el desarrollo de su existencia.

Así, está llevado a afirmar la soberanía de Aquel que le ha creado y que dirige su vida presente.

“La Santa Madre Iglesia, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas” (Catecismo, 36-38). También con el testimonio de la Sagrada Escritura (Cfr. Sb 13, 1-9; Rm 1, 18-20; Hch 17, 22-27).

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