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La educación en el Magisterio de la Iglesia (III)

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Los niños tienen derechos fundamentales que un orden jurídico que pretenda alcanzar legitimidad moral debe respetar escrupulosamente. Es el derecho a la educación[1], pero también a una educación integral, porque la formación religiosa es parte integrante de la formación humana[2]. La educación es asimilación de valores, fundamento de la identidad, dignidad, vocación y responsabilidad del ser humano como persona y como miembro de la comunidad política[3].

El Concilio Vaticano II ha reiterado una doble enseñanza tradicional de la Iglesia sobre el derecho de los niños a respirar en la atmósfera social un aire saludable que contribuya y no obstaculice su natural desarrollo en la perfección de sus potencialidades[4].

El primer derecho es la salud moral del ambiente social[5]. Decía Pío XI que es función del Estado garantizar la educación moral y religiosa de la juventud, «apartando de ella las causas públicas que le sean contrarias»[6].

San Juan Pablo II hablaba en este sentido del «riesgo grave que comporta un crecimiento deformado a causa de visiones culturales y modelos de vida simplemente inaceptables»[7].

Un segundo derecho sagrado es la educación de la conciencia religiosa[8]. Esta misión comienza favoreciendo y ayudando a las iniciativas de la familia y de la Iglesia en el orden educativo, completando esta labor cuando falte o sea insuficiente[9].

San Juan Pablo II defendió el derecho natural de la Iglesia a una enseñanza libre con la escuela católica. Defendió también el derecho de los padres a la educación católica de sus hijos en el ámbito privado y en el ámbito público, con libertad real de escoger una escuela católica que sea económicamente asequible para todos los bolsillos.

Menos conocida en su defensa de la enseñanza religiosa en la escuela pública, que supone «ofrecer a todos los muchachos y jóvenes la posibilidad de un encuentro con los valores culturales y educativos en los que es muy rica la fe cristiana». Se trata de un «derecho originario, primario e inalienable de la familia, que resultaría violado en medida notable si faltase, en el contexto del itinerario formativo, la enseñanza de la religión y, con ello, el conocimiento de las respuestas que la fe da a las preguntas de fondo que el hombre, especialmente en la juventud, inevitablemente se plantea»[10].

El Concilio expresaba este derecho como una exigencia sagrada: «los niños y los adolescentes tienen derecho a que se les estimule a apreciar con recta conciencia los valores morales y a aceptarlos con adhesión personal y también a que se les estimule a conocer y amar más a Dios. Ruega, pues, encarecidamente a todos los que gobiernan los pueblos o están al frente de la educación, que procuren que la juventud nunca se vea privada de este sagrado derecho»[11].

Por eso, decía Pío XI, en la condena del régimen fascista de Mussolini, que «la Iglesia de Dios, que no disputa nada al Estado de lo que al Estado pertenece, se le dejará de discutir lo que le corresponde, la educación y la formación cristiana de la juventud, no por concesión humana, sino por mandato divino, y que ella, por consiguiente, debe siempre reclamar y reclamará siempre con una insistencia y una intransigencia que no pueden cesar ni doblarse, porque no proviene de ninguna concesión, porque no proviene de un concepto humano o de un cálculo humano o de humanas ideologías, que cambian con los tiempos y los lugares, sino de una disposición divina e inviolable[12].

Los fieles católicos hemos perdido la primera batalla dialéctica contra el secularismo cuando hablamos, a la defensiva, solamente de los derechos de los cristianos, olvidando los derechos de todos los niños, que son derechos fundamentales de la persona.

Otra batalla dialéctica que estamos perdiendo es colocar al mismo nivel los derechos naturales con los «derechos» que postulan las ideologías, que sólo reconocen derechos en el contexto de un orden jurídico relativista. Son derechos subjetivos y cambiantes, no ontológicos. Son ideologías que gozan de libertad y poder en la cultura, en la política o en la economía en el Estado permisivo, olvidando que las exigencias del bien común son objetivas e innegociables, si queremos una sociedad justa y en paz[13].

La escuela católica

Las expectativas sobre las bondades de la escuela católica afectan tanto a los padres como a sus hijos. Muchas familias acuden a los colegios de la Iglesia con la fundada esperanza de encontrar una formación excelente, pero sobre todo completa, frente a la mediocridad imperante en la sociedad[14].

La escuela católica no solo está pensada para atender a la juventud cristiana, sino que es un servicio universal a la vida social, a todos los hombres y a todos los pueblos[15]. No se opone a la escuela pública, sino que la propia escuela pública solo encontrará su sentido y justificación en la misión de la Iglesia, encomendada por el mismo Dios en Cristo[16]. No se opone tampoco a la familia, sino que la escuela es subsidiaria de la familia y de la Iglesia[17].

La escuela es un instrumento esencial en la evangelización de los hombres[18]. Por eso, la nave de Pedro fue pionera en aquellas escuelas monacales, catedralicias y palatinas[19], que constituyen el origen de la enseñanza reglada, de la enseñanza superior universitaria, y de la civilización de los pueblos, conservando durante siglos el patrimonio heredado de generaciones pasadas[20].

La Iglesia tiene un derecho de origen divino para fundar escuelas[21]. Su objetivo ha sido siempre la formación cristiana de los hombres, para un ejemplar ejercicio de su condición de miembros de la comunidad política, contribuyendo con su inteligencia y competencia a la edificación recta y ordenada de la sociedad civil, e iluminando desde la fe cristiana todas las realidades naturales y sobrenaturales[22]. La Iglesia busca en la educación católica la madurez del ser humano en la fe y la perfección humana[23].

En la escuela católica «la educación religiosa es más que una mera asignatura en el curriculum. (…) Es lo esencial (…). No se puede permitir que la educación religiosa se convierta sólo en un barniz superficial. Como nos recuerda el Concilio, el objetivo de las escuelas católicas es “crear un ambiente animado por el espíritu evangélico”»[24], de tal manera que atiende a la formación profesional, al ejercicio responsable de la libertad, al fomento de la caridad, a la perseverancia en la vida cristiana, al encauzamiento de la cultura según el Evangelio, a bien de la sociedad, a la vocación misionera de todo bautizado, y hasta al auxilio de los pobres[25].

En un discurso magistral adelantado a su tiempo, Pío XII enseña que este ambiente cristiano que lo envuelve todo tiene que traducirse en un estilo propio.

Precisamente muchas de las cuestiones en el terreno educativo que se presentan hoy como descubrimiento de la pedagogía más moderna fueron ya expuestas por Pío XII[26]. El Papa habla de la necesidad y las ventajas personales y sociales de la educación en la escuela reglada, pero también de sus posibles inconvenientes. Advierte de los peligros de una educación en masa, de un excesivo formalismo y uniformidad, o de grupos de alumnos muy amplios y heterogéneos. Anima al uso de la moderación en todos los métodos educativos: desde la duración del estudio hasta el recreo, de los premios y castigos, de la libertad y la disciplina. Pide moderación incluso en los ejercicios piadosos.

La norma general obliga a la serena suavidad en el trato a los alumnos. Es lo que ahora se llama «disciplina positiva». Esta suavidad implica persuasión personal, argumentos de razón y afecto. Hay que evitar la reprensión como desahogo. Y solo debe abandonarse la suavidad en momentos breves y puntuales[27].

Finalmente, Pío XII, enseña que la eficiencia en la educación católica precisa de la concordia de la familia y el colegio en principios y objetivos. La familia conserva sus derechos cuando confía sus hijos al colegio, pero también sus responsabilidades. Es importante que los alumnos perciban esta coordinación entre padres y maestros. A esta trilogía, familia, colegio-educadores y alumnos, se añade la más elevada colaboración de los capellanes, que administran la Gracia divina para perfeccionar la naturaleza humana[28].

En España, los colegios católicos han caído mayoritariamente en la tentación de convertir el espíritu del evangelio en un barniz superficial.

Millones de niños han pasado por sus aulas en el último medio siglo, y la crisis llamada posconciliar, que en realidad es anterior al propio Concilio, ha hecho estragos en la identidad religiosa de muchos colegios: profesorado indiferente al hecho religioso o incluso hostil a la Iglesia, frailes y monjas despojados primero del hábito, y después hasta del capellán o la capilla, mundanidad, tibieza, desdén por la evangelización. El resultado dramático es que buena parte de quienes han recibido instrucción académica en colegios nominalmente religiosos viven en la práctica como viven aquellos que no han educados en la fe.

Decía san Juan Pablo II que «vuestros alumnos deben recibir en el testimonio de vuestra vida que el hombre no tiene sentido fuera de Cristo; que Cristo es vuestra opción suprema y el núcleo central de todas vuestras iniciativas. Enseñar no significa solamente transmitir los conocimientos que poseéis, sino también revelar lo que sois, viviendo lo que la fe os inspira»[29].

Porque «una característica irrenunciable de la escuela católica es su referencia explícita, buscada y puesta en práctica, a Cristo Maestro, tal como lo presenta la Iglesia (…). Su objetivo es formar a los alumnos en el uso correcto de la razón y en la escuela de la palabra de la Revelación, o sea, en la percepción de cómo Dios quiere intervenir para iluminar, salvar y elevar toda experiencia humana»[30].

La educación católica, enseña san Juan Pablo II, tiene una dimensión doctrinal, y otra dimensión que busca la eficacia desde el ejemplo personal[31]. Pero es necesaria una tercera, que es un arte, y que consiste en encontrar la integración necesaria entre la fe y la cultura dominante, tantas veces hostil, y la realización de una síntesis constructiva entre la fe y la vida[32].

Otra característica final de la escuela católica, expresión de la maternidad de la Iglesia, es la atención a quienes no tienen medios económicos para sufragar los gastos educativos, no tienen asistencia, no tienen fe o no tienen familia. Todos ellos son beneficiarios privilegiados de la escuela católica, que nunca debe ser elitista[33].

La responsabilidad del alumno en la educación propia

La educación en el ámbito puramente escolar es cosa de dos, del maestro y del alumno. Decía san Juan XXIII que «juzgamos insuficiente la educación del cristiano si al esfuerzo del maestro no se añade la colaboración del discípulo»[34].

Pío XII, después de aleccionar a los maestros, dedica un bello discurso a los alumnos. Un joven debe aspirar a ser hombre eximio, albergar nobles y bellos ideales, ambicionar los mejores resultados y las metas más atrevidas, saberse el futuro de la nación y actuar como si la propia vida de la nación de uno mismo dependiese en cada acto.

Dice el Papa que muchos naufragios en la vida de los alumnos se deben a la desconfianza en padres y educadores. La confianza debe traducirse en docilidad a las correcciones y a los estímulos, sabedores los alumnos de que la madurez de juicio se consigue con el tiempo y con la guía de quienes más nos quieren. A la docilidad debe acompañar la generosidad en el esfuerzo, sobreponiéndose a la pereza, la desidia y la frivolidad. Pío XII resume en tres las virtudes que deben acompañar a todo estudiante: devoción, obediencia y estudio. Y añade una consigna: crecer algo cada día.

Estas virtudes son el complemento perfecto de las magníficas condiciones de la juventud: prontitud para la verdad y el bien, maleabilidad del espíritu, abundante energía física, entereza de las facultades espirituales y vigor en los impulsos. Este tesoro propio de la juventud es la materia prima ideal para que la paternal vigilancia y la experiencia de los profesores puedan obtener el máximo provecho de los talentos de los alumnos.

Otra responsabilidad de los jóvenes es la recta elección de las amistades. Un mal amigo puede destruir la obra de padres y profesores. Y, al contrario, un buen amigo refuerza lo mejor de la enseñanza recibida. El criterio para elegir amigos será la debida coherencia entre los consejos paternales o de los profesores con las sugerencias del amigo.

Si el joven no consigue sobreponerse a las dificultades de su inmadurez y del contagio tantas veces nocivo de las sociedades modernas, nunca puede fallar el estímulo natural del colegio para conocer grandes cosas, en un binomio inseparable de la evocación de nobles tradiciones y el influjo de maestros conscientes de su misión.

Los maestros no pueden confiarlo todo a la salud ambiental del colegio, sustrayéndose pasivamente a su responsabilidad e influencia decisiva en los alumnos. Es cierto que no existen en la educación soluciones mágicas, pero también es cierto –dice Pío XII– que no hay éxito posible que no pase por la firme determinación y el empleo de todas las fuerzas[35].

La Universidad católica

Una Universidad católica «supone en los profesores una antropología iluminada por la fe, coherente con la fe y, en particular con la creación y con la Redención»[36]. Se diferencia de otras universidades, no en los instrumentos de investigación, sino en la luz de la fe que purifica, orienta, enriquece y eleva toda la investigación racional[37].

El Papa pide a estas universidades «fidelidad al mensaje cristiano, reconocimiento y adhesión a la autoridad magisterial de la Iglesia en materia de fe y de moral»[38], y por lo tanto, «coherencia intelectual»[39], y «autenticidad moral»[40], «dentro de las exigencias de la verdad»[41], porque Cristo es la verdad plena sobre el hombre[42], cuando vivimos precisamente un momento histórico en el que está en juego el significado mismo del hombre[43]. Una última característica de la enseñanza católica es la debida coordinación entre las escuelas católicas en aras del bien de la Iglesia y de la sociedad[44].

La Universidad católica debe cultivar la libertad científica, el respeto al método propio de cada ciencia, y la fidelidad a la verdad en toda investigación[45].

Y como busca el bien de la Iglesia y de la sociedad debe fomentarse su acceso en los jóvenes con talento y escasa fortuna, y a los jóvenes de países en subdesarrollo[46].

La Universidad católica tiene una vocación extraordinaria para determinar la suerte de la Iglesia y de la sociedad. Es el instrumento para la formación de las personas que desempeñarán las funciones más importantes de la sociedad al tiempo que serán especiales testigos de la fe ante el mundo.

Por eso, un aspecto decisivo de la educación católica universitaria es la educación social católica. Decía san Juan XXIII que «una doctrina social no debe ser materia de mera exposición. Ha de ser, además, objeto de aplicación práctica (…). Es, por tanto, de suma importancia que nuestros hijos, además de instruirse en la doctrina social, se eduquen sobre todo para practicarla. La educación cristiana, para que pueda calificarse de completa, ha de extenderse a toda clase de deberes. Por consiguiente, es necesario que los cristianos, movidos por ella, ajusten también a la doctrina de la Iglesia sus actividades de carácter económico y social.

El paso de la teoría a la práctica resulta siempre difícil por naturaleza; pero la dificultad sube de punto cuando se trata de poner en práctica una doctrina social como la de la Iglesia católica.

Y esto principalmente por varias razones: primera, por el desordenado amor propio que anida profundamente en el hombre; segunda, por el materialismo que actualmente se infiltra en gran escala en la sociedad moderna, y tercera, por la dificultad de determinar a veces las exigencias de la justicia en cada caso concreto.

Por ello no basta que la educación cristiana, en armonía con la doctrina de la Iglesia, enseñe al hombre la obligación que le incumbe de actuar cristianamente en el campo económico y social, sino que, al mismo tiempo, debe enseñarle la manera práctica de cumplir convenientemente esta obligación[47].

Finalmente, y aquí tiene la Iglesia una asignatura pendiente, «la Universidad católica deberá tener la valentía de expresar verdades incómodas, verdades que no halagan a la opinión pública, pero que son también necesarias para salvaguardar el bien auténtico de la sociedad»[48].

A modo de conclusión : educación y bien común

La Iglesia militante ha olvidado que la defensa del bien común, fundamento de todas las instituciones, no se agota con la libertad educativa de los colegios católicos. Siendo esto importante no es suficiente, porque la educación católica no llega a todos, y porque la educación católica no tiene el complemento imprescindible de la salud en las costumbres y el estímulo y protección de los valores espirituales por parte del orden civil[49].

Se ha olvidado también que la escuela neutra o laica que excluye el hecho religioso en la enseñanza «es contraria a los principios fundamentales de la educación».

Esta escuela, por otra parte, sólo puede ser neutra aparentemente, porque de hecho es o será contraria a la religión»[50].

Por eso los católicos no pueden colaborar con esta forma de educación: «los católicos que quieran permanecer dignos de tan grande nombre (…), no podrán jamás adoptar o favorecer máximas y reglas de pensamiento y de acción contrarias a los derechos de la Iglesia y al bien de las almas, y por el mismo hecho contrarias a los derechos de Dios»[51].

Por eso, los padres tienen el deber de hacer todo lo posible para evitar la escuela laica o irreligiosa para sus hijos[52], la escuela mixta o interconfesional[53], y hasta la coeducación entre sexos, fundada en el naturalismo que niega el pecado original[54].

La Iglesia no se refiere con estas consideraciones exclusivamente a la escuela católica[55], sino a toda escuela que se precie de tal, en la medida que es imposible una recta y fecunda educación desde supuestos antropológicos arbitrarios o falsos. Decía san Juan Pablo II que la educación sin religión no sólo es incompleta, sino que corre el riesgo de convertirse incluso en un elemento pernicioso para el hombre[56].

Por eso, peca de ignorancia o de colaboración directa con lo que san Juan Pablo II denominaba «estructuras de pecado»[57], la reivindicación católica de los derechos del mal en la vida social o en la vida educativa, un principio ilustrado que contradice la cosmovisión católica. Para salvaguardar la libertad educativa de los católicos, a veces se defiende desde posiciones cristianas la legitimidad de ideologías y experimentos antropológicos o sociales para fundar colegios o ejercer tareas educativas. Este planteamiento es un dislate sin apoyatura en el magisterio oficial de la Iglesia y que responde a un grave olvido y desdén por los imperativos de la Doctrina Social de la Iglesia para desenvolverse sin contratiempos en una sociedad hostil. Pero la doctrina cristiana es una unidad sistemática que no puede renunciar a ninguno de sus elementos sin traicionar el designio de Dios expresado en la Revelación divina, la Tradición Apostólica y el magisterio pontificio.

La Iglesia no sólo condena la coacción o prohibición de la escuela católica por el Estado, sino que espera desde la justicia distributiva la subvención pública de la escuela católica por exigencia del bien común, favoreciendo y sosteniendo la iniciativa y labor de las instituciones de orden natural, las familias, y de orden sobrenatural, la Iglesia, que tiene asignada por Derecho divino la potestad de enseñar sin error la verdad del hombre[58].

La Iglesia confía en una recta educación como solución a la deriva de las sociedades europeas hoy en decadencia, formando personas impregnadas de las mejores tradiciones humanas y cristianas, convencidas de la primacía de lo espiritual sobre la técnica.

No es una hipótesis experimental. Es una esperanza fundada en la fecundidad que ha demostrado la educación cristiana a lo largo de los siglos, modelando el alma de los pueblos de Occidente. Una experiencia que culminó en la Europa de las catedrales y de las universidades[59].

                  

[1] JUAN PABLO II, Homilía en Sudán, 18 de agosto de 1985, en ib., p. 228.

[2] JUAN PABLO II, Discurso a la Conferencia Episcopal Italiana, 30 de mayo de 1985, en ib., p. 228.

[3] JUAN PABLO II, Mensaje al Congreso Mundial sobre la Juventud, 1 de julio de 1985, en ib.

La educación sirve a los individuos según sus necesidades, transmitiendo una herencia social: el caudal de tradiciones, instituciones, costumbres, prácticas, preceptos morales y religiosos, contenido ideológico y sentimental, y valores sociales recibidos en herencia de las generaciones pasadas (Severino AZNAR EMBID, op. cit., p. 122).

[4] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 1.

[5] PÍO XII, Discurso el 6 de septiembre de 1950, en Ángel TORRES CALVO, op. cit., p. 757.

[6] PÍO XI, Divini illius magistri, n. 38, op. cit.

[7] JUAN PABLO II, Discurso a los alumnos de escuelas católicas de Italia, 23 de abril de 1988, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 242.

[8] JUAN PABLO II, Discurso a los catequistas en Porto Alegre (Brasil), 5 de noviembre de 1991, en ib., p. 226.

[9] Ib.

[10] JUAN PABLO II, Discurso a la Conferencia Episcopal Italiana, 26 de febrero de 1986, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 230.

[11] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 1c.

[12] PÍO XI, Non abbiamo bisogno, n. 36, op. cit.

[13] BENEDICTO XVI, Sacramentum caritatis, n. 83, «Sobre la Eucaristía fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia».

[14] PÍO XII, Discurso al Instituto Nacional de Roma, 20 de abril de 1956, op. cit.

[15] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Ad gentes divinitus, n 12c; Gravissimum educationis, n. 7a y 9a.

[16] JUAN PABLO II, Discurso a los Obispos de Lombardía (Italia), 15 de enero de 1982, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 241.

[17] PÍO XI, Divini illius magistri, nn. 61-62, op. cit.

[18] JUAN PABLO II, Discurso en el Jubileo de Centros Católicos de Enseñanza de Italia, 28 de enero de 1984, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 242.

[19] Antecedentes de estas escuelas fueron las Escuelas de Alejandría, de Antioquía o de Cartago, que proliferaron en el Mediterráneo a partir del Edicto de Milán (año 313), y sobre todo del Edicto de Tesalónica (año 380).

[20] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 5a.

[21] Ib., n. 8.

[22] JUAN PABLO II, Discurso a los colegios de Roma, 9 de febrero de 1980, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 241. CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 5a.

[23] JUAN PABLO II, Discurso a la Federación Educativa del Lacio (Italia), 9 de marzo de 1985, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 241; Discurso a los Obispos ingleses de la Provincia de Liverpool, 26 de marzo de 1992, en ib., p. 244; JUAN PABLO II, Redemptor hominis, n. 8, op. cit. CONCILIO VATICANO II, op. cit., Lumen Gentium, n. 5.

[24] JUAN PABLO II, Discurso a los Obispos de Kenia, 26 de febrero de 1986, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 244.

[25] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 8a y 9c.

[26] El fracaso estrepitoso de las pedagogías modernas, sometidas al experimento social de una antropología falsa, está obligando a reconsiderar viejas experiencias sobradamente contrastadas. Una de ellas es la coeducación o la educación no diferenciada. Los diferentes ritmos de maduración entre chicos y chicas han demostrado que la coeducación perjudica a unos y otros. Por eso, ya Pío XI previno sobre una educación que diese la espalda a la naturaleza humana: «Igualmente erróneo y pernicioso para la educación cristiana es el método de la coeducación, cuyo fundamento consiste, según muchos de sus defensores, en un naturalismo negador del pecado original y, según la mayoría de ellos, en una deplorable confusión de ideas, que identifica la legítima convivencia humana con una promiscuidad e igualdad de sexos totalmente niveladora. El Creador ha establecido la convivencia perfecta de los dos sexos solamente dentro de la unidad del matrimonio legítimo, y sólo gradualmente y por separado en la familia y en la sociedad. Además, la naturaleza humana, que diversifica a los dos sexos en su organismo, inclinaciones y aptitudes respectivas, no presenta dato alguno que justifique la promiscuidad y mucho menos la identidad completa en la educación de los dos sexos. Los sexos, según los admirables designios del Creador, están destinados a completarse recíprocamente y constituir una unidad idónea en la familia y en la sociedad, precisamente por su diversidad corporal y espiritual, la cual por esta misma razón debe ser respetada en la formación educativa; más aún, debe ser fomentada con la necesaria distinción y correspondiente separación, proporcionada a las varias edades y circunstancias. Estos principios han de ser aplicados, según las normas de la prudencia cristiana y según las condiciones de tiempo y lugar, no sólo en todas las escuelas, particularmente en el período más delicado y decisivo para la vida, que es el de la adolescencia, sino también en los ejercicios gimnásticos y deportivos, cuidando particularmente de la modestia cristiana en la juventud femenina, de la que gravemente desdice toda exhibición pública» (PÍO XI, Divini illius magistri, n. 52, op. cit.).

[27] PÍO XII, Discurso al Instituto Nacional de Roma, 20 de abril de 1956, op. cit.

[28] Ib.

[29] JUAN PABLO II, Discurso en Turín, 4 de septiembre de 1988, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 232.

[30] JUAN PABLO II, Discurso a los alumnos de escuelas católicas de Italia, 23 de abril de 1988, en ib., p. 242.

[31] El maestro educa con la palabra más que con el ejemplo, y los padres educan más con el ejemplo que con la palabra (Severino AZNAR EMBID, op. cit., p. 137).

[32] JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de las Vocaciones, 2 de febrero de 1989, Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 242.

[33] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 8.

[34] JUAN XXIII, Mater et magistra, n. 24a, «Sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana», JUAN XXIII, op. cit., p. 200-321

[35] PÍO XII, Discurso al Instituto Nacional de Roma, 20 de abril de 1956, op. cit.

[36] JUAN PABLO II, Discurso al Consejo de Federación Internacional de Universidades Católicas, 24 de febrero de 1979, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 633.

[37] JUAN PABLO II, Discurso al III Congreso Internacional de Universidades Católicas, 25 de abril de 1989, en ib., p. 634. Vid. un interesante estudio sobre la Universidad, vista por Menéndez y Pelayo, en Jesús LÓPEZ MEDEL, Educación, universidad y profesión, Madrid: Bolaños y Aguilar, 1964, p. 51-57.

[38] JUAN PABLO II, Constitución apostólica Ex corde ecclesiae, sobre las Universidades católicas, n. 7b, 15 de agosto de 1990, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 637.

[39] JUAN PABLO II, Homilía a los Universitarios, 13 de diciembre de 1988, en ib., p. 634.

[40] JUAN PABLO II, Discurso al III Congreso Internacional de Universidades Católicas, 25 de abril de 1989, en ib., p. 634.

[41] JUAN PABLO II, Constitución apostólica Ex corde ecclesiae, n. 7b, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 635.

[42] JUAN PABLO II, Discurso al III Congreso Internacional de Universidades Católicas, 25 de abril de 1989, en ib., p. 634.

[43] JUAN PABLO II, Constitución apostólica Ex corde ecclesiae, n. 7b, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 635.

[44] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Apostolicam actuositatem, n. 12a;  Ad gentes divinitus, n. 31a, «Sobre la actividad misionera de la Iglesia».

[45] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Apostolicam actuositatem, n. 10-11; Gaudium et spes, 57f  y 87b.

[46] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Apostolicam actuositatem, n. 10.

[47] «Esta norma tiene validez sobre todo cuando se trata de la Doctrina Social de la Iglesia, cuya luz es la verdad, cuyo fin es la justicia y cuyo impulso primordial es el amor» (JUAN XXIII, Mater et magistra, n. 23a y 23 e, op. cit.).

[48] JUAN PABLO II, Constitución apostólica Ex corde ecclesiae, n. 32

, op. cit.

[49] Vid. CONCILIO VATICANO II, op. cit., Dignitatis humanae.

[50] PÍO XI, Divini illius magistri, n. 63, op. cit. PÍO XI, Mit brennender sorge, n. 48, op. cit.

[51] PÍO XI, Non abbiamo bisogno, n. 37, op. cit.

[52] PÍO XII, Radiomensaje, agosto de 1958, en Ángel TORRES CALVO, op. cit., p. 827.

[53] PÍO XI, Divini illius magistri, n. 64, op. cit.

[54] Ib., p. 42. Como decíamos más atrás, el Papa afirma que la coeducación ignora la naturaleza, las diferencias entre el organismo de niños y niñas, y sus diferentes inclinaciones y aptitudes. La adolescencia es un periodo delicado y decisivo, y es necesaria la distinción y correspondiente separación de sexos, proporcionada a las diferentes edades y circunstancias, en atención al diferente ritmo madurativo de los sexos. Es lo que hoy se llama educación diferenciada.

[55] San Juan Pablo II ha insistido en la urgencia de que la escuela católica exponga íntegramente y con plena fidelidad la doctrina cristiana expuesta por el magisterio, sin enmiendas, tachaduras ni añadidos… (JUAN PABLO II, Discurso a los directores de escuelas católicas, 29 de enero de 1983, en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, op. cit., p. 227).

[56] JUAN PABLO II, Discurso a los universitarios en Nigeria, 15 de febrero de 1982, en ib., p. 225.

[57] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, n. 36, sobre «La preocupación social de la Iglesia», en JUAN PABLO II, Encíclicas de JUAN PABLO II, op. cit., p. 605-709; JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, n. 16, en JUAN PABLO II, Documentos Sinodales (vol. 1), Madrid: Edibesa, 1996, p. 397-534. Constitución Apostólica FIDEI DEPOSITUM, Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid: Asociación de Editores del Catecismo, 1992, n. 1869.

[58] PÍO XI, Divini illius magistri, nn. 66-67, op. cit.

[59] PÍO XII, Discurso, 10 de noviembre de 1957, en Ángel TORRES CALVO, op. cit., p. 827.

 

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