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El Islam y la urgencia de la paz (II)

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Hasta el siglo XVIII el Islam es, a ojos de Occidente, un enemigo peligroso al que se mira y trata de igual a igual. La debilitación del Imperio Otomano, que se convierte en «el hombre enfermo de Europa», el estancamiento tecnológico y científico de los países musulmanes, su decadencia económica, su parálisis social, el auge de la corrupción y el despotismo entre sus gobernantes y una cierta fosilización de su cultura no sólo merman el poder político y militar del Islam, sino que provocan una nueva forma de percibirlo en Occidente.

A partir de la Ilustración, el mundo musulmán es visto cada vez más como bárbaro, tiránico, incivilizado, inferior, despreciable… Y es tratado en consecuencia. No es extraño que esta actitud provoque frustración, rechazo, encono, resentimiento entre los musulmanes; sentimientos que, unidos al antagonismo secular entre las dos culturas, forman una combinación explosiva.

A partir de la expedición de Napoleón a Egipto el mundo árabe-islámico es sometido por parte de Occidente a un trato casi siempre irrespetuoso, en el que se manifiesta de forma directa la convicción de la propia superioridad (moral, racial, cultural, política, técnica). Ahora bien, no es lo mismo subyugar a un régimen colonial a tribus que hasta el momento han vivido casi sin contacto directo con el mundo exterior y cuya cultura material es en extremo simple, que convertir en colonias a civilizaciones que, aunque se encuentren en decadencia, en su larga historia han sido parte de temibles potencias mundiales y alcanzado un desarrollo cultural brillante.

El colonialismo de un Occidente cada vez más materialista, más irreligioso, más desmedidamente orgulloso de su técnica y su ciencia, y sobre todo más narcicista, es incapaz de reconocer otros méritos que los propios. La convicción de la propia superioridad es tal que se la considera definitiva. Con respecto a los pueblos no occidentales (es decir, ajenos a la tradición greco-romano-cristiana) se actúa como si el triunfo histórico de Occidente fuera definitivo e inmutable. En cierto modo, el hombre occidental del siglo XIX parece estar convencido de que, en relación al resto del mundo, la historia ha acabado, anticipando así, de forma totalmente inconsciente, la falaz teoría del «fin de la historia» formulada precipitadamente por Francis Fukuyama apenas finalizada la Guerra Fría.

Todas estas engañosas certidumbres llevaron (y aún llevan) a Occidente a actuar con una imprudencia temeraria. Se aprovechó sin escrúpulos la debildad del Imperio Otomano para someterlo a un pillaje en el que se le arrancaron inmensos territorios bajo su soberanía para convertirlos en colonias francesas (Argelia, Túnez, Siria, el Líbano), británicas (Egipto, Palestina, Irak, Jordania, Kuwait, Katar) o italianas (Libia), mientras que en otros territorios se buscaba cualquier motivo o pretexto para justificar una ocupación colonial.

También Rusia, una vez consolidado su dominio en la Siberia occidental se lanzó a partir de 1822 a anexionarse las hordas, kanatos y emiratos musulmanes del Asia Central que hoy forman las repúblicas de Kazajastán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguistán y Tayikistán, así como grandes zonas de población musulmana en el Cáucaso, desde su extremo septentrional en el Daguestán hasta el meridional en la hoy turca ciudad de Kars.

España fue potencia colonial en algunos poco extensos territorios del norte de África, mientras los Países Bajos dominaban zonas de población musulmana en la actual Indonesia.

Tras la Primera Guerra Mundial, de todo el ámbito islámico sólo una parte mínima y dispersa, formada por el norte del Yemen, la Arabia Saudita, Turquía, el Afganistán y (en teoría) Persia, conservaba su independencia, aunque dividida y sometida a enormes presiones. Todo el inmenso resto de los territorios y poblaciones islámicas, desde las Filipinas hasta el África Occidental y desde los límites de la taiga siberiana hasta las costas tropicales de Zanzíbar, estaba subordinado a un puñado de potencias occidentales.

¿Cuál fue la reacción de los musulmanes frente a su propia decadencia primero y al dominio colonial después?

En principio, las instancias políticas y religiosas que detentaban el poder ignoraron de forma interesada la crisis en que se hallaba sumido el Islam y puede decirse que una parte de ellas sigue haciéndolo. Sin embargo, en ciertos círculos, desde el inicio del declive islámico se tuvo clara consciencia de esta situación. Del siglo XVIII a nuestros días las propuestas de solución, articuladas en movimientos intelectuales, religiosos y políticos han sido tan numerosas como diversas.

Quizá pueda ayudarnos a entender todas estas circunstancias la comparación con un determinado período de la historia española.

Tras una larga, pero no lo bastante reconocida crisis cultural y política, la España de 1898 sufre el trauma de la derrota en la Guerra de Cuba, donde crudamente se pone de manifiesto la decadencia del país. Es el despertar de un letargo y de unos sueños que nada tienen que ver con la realidad. En dimensiones muchísimo mayores el colonialismo europeo sacude de modo similar al Islam en el siglo XIX. En España el desastre de Cuba provoca una reacción en la que se mezclan la frustración, el sentimiento de inferioridad, la crispación, la rabia, la inseguridad, la inquietud… Todo se pone en duda. El propio país se convierte en problema, se tiene la sensación de no conocer a la propia nación. En el mundo islámico se da un proceso muy similar. Las generaciones del 98 y del 27 convierten a España en un «tema» de especulación intelectual, política y artística. Surgen propuestas variopintas y muchas veces enfrentadas para superar la crisis. Desde el regeneracionismo hasta el tradicionalismo, desde el comunismo y el socialismo internacionalistas hasta el liberalismo europeísta, desde los nacionalismos centrífugos en Cataluña y el País Vasco hasta el nacionalismo españolista, desde el anarquismo hasta el nacionalcatolicismo… Los años que van de 1898 a 1939 son de una efervescencia política que sólo acabará con el agotamiento producido por la Guerra Civil y la instauración del franquismo sin más alternativa.

Pues bien, en dimensiones espaciales y temporales muchísimo más dilatadas y de mucho mayor complejidad política y cultural, el Islam moderno, en su propio contexto, es un hervidero muy semejante. Precisamente la falta de unidad política, la diversidad cultural, la extensión geográfica, etc. es decir, el tamaño mismo del mundo musulmán, son factores que complican inmensamente la situación. Pero en medida no menor la continua ingerencia política, militar, cultural o econónomica del mundo occidental (sea colonial o neocolonial, sea el que se quiera el pretexto aludido para justificarla) hace que esta a menudo violentísima inestabilidad se eternice sin que se le vea un fin.

Ahora bien, ¿de qué forma concreta se manifiesta históricamente esta ebullición? ¿Cuáles fueron y son las respuestas concretas de los musulmanes a la decadencia del Islam y al dominio occidental?

Como en la España de los años 1898-1939, las reacciones a la crisis son muy diversas. Antes de mencionar someramente unas pocas de ellas debemos señalar una diferencia muy llamativa entre el Islam y la fe cristiana. Los principios que marcan la separación entre el poder secular y la autoridad religiosa, formulados en palabras de Jesucristo como «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» o «mi reino no es de este mundo», resultan ajenos al Islam. Por las circunstancias que acompañaron su surgimiento, el Islam nació no sólo como una religión, sino también como un movimiento político y social indisolublemente unido a la fe.

Una de las más antiguas reacciones de las que hablábamos y que aún hoy representa un importante papel político y religioso es el wahabismo. Muhamed Ibn Abdel Wahab, teólogo y jurista nacido en 1703 en el territorio de la actual Arabia Saudí, fundó un movimiento religioso cuyo fin era, originariamente, combatir creencias y ritos considerados heterodoxos, pero que estaban muy extendidos en la Península Arábiga. Wahab promovía el regreso al Islam «incontaminado», tal como habría sido en tiempos de Mahoma. De hecho, el wahabismo es una forma de rigorismo puritano que excluye de la comunidad de los creyentes a todo aquél que no esté dispuesto a aceptar la totalidad de sus exigencias. En la realidad histórica no ha existido nunca una sociedad perfectamente islámica, sino sólo sociedades que aspiraban a serlo y se esforzaban, en mayor o menor medida, en conseguirlo (igual que tampoco ha habido una sociedad «verdaderamente» cristiana). El éxito de este mensaje extremista y su agresiva combatividad contra todo disidente lo conviertieron en un factor político de peso.

El imán Wahab llegó a un pacto con Muhamed Ibn Saud, un emir local.

El acuerdo establecía que Saud asumiría el poder político y militar mientras que Wahab se haría cargo de la dirección religiosa de un reino que debería abarcar toda Arabia: un clásico reparto de poder entre un ideólogo y un hombre de acción. En casi trescientos años, las vicisitudes en la relación entre los respectivos descendientes, ya emparentados por matrimonio, así como las del wahabismo y el reino saudí en el contexto internacional, no han modificado substancialmente el simbiótico vínculo entre el estado saudita y la ideología wahabista, como tampoco la posición preeminente y la división de poder entre las familias de los fundadores. Aún hoy los Saud siguen reinando, mientras que los descendientes de Wahab continúan ejerciendo el poder religioso.

El control de La Meca dio al wahabismo un prestigio inusitado y facilitó enormemente su difusión por todo el mundo musulmán gracias a los peregrinos que visitaban la ciudad santa y que regresaban (y regresan) a sus casas llevándose esta ideología. Las semillas dispersas del wahabismo han dado como fruto las diversas formas de «islamismo» (entendiendo éste como fundamentalismo, radicalismo o integrismo musulmán) hasta el presente.

De uno u otro modo, movimientos como el Estado Islámico, Al Kaeda, los Hermanos Musulmanes, Yihad Islámica, Boku Haram, Hamas, los Muyahidines y Talibanes afganos, etc. en el Islam sunita; y la Revolución Iraní, Hizbolah, etc. en el chiísmo, se inspiran parcialmente en el wahabismo, aun cuando algunos reniegan de él. A este conjunto de movimientos intransigentes y violentos, utópicamente restauracionistas de una idealizada sociedad islámica primigénea, es a lo que denominamos islamismo. Por supuesto, al difundirse por todo el mundo musulmán, el islamismo se adaptó a las respectivas circunstancias locales y a las circunstancias históricas de cada momento. De este modo, desde el siglo XIX hasta la actualidad el islamismo surgido en gran parte del wahabismo ha adquirido, frente al colonialismo y al neocolonialismo occidentales, un carácter revolucionario, «pannacionalista» (en la medida en que el panislamismo pueda adquirir un matiz «nacional») y en consecuencia inevitablemente xenófobo.

Ahora bien, la animadversión hacia Occidente no es sólo política, el islamismo no es simplemente un «movimiento de liberación nacional». En él resurge la vieja competencia con el cristianismo por la conversión de los pueblos a una u otra religión, transformada luego en lucha por un modelo ideológico y existencial contra el Occidente agnóstico y secularizado. Precisamente en este ámbito moral y cultural, el islamismo se opone fanáticamente al ateísmo, el materialismo y la «corrupción» de un Occidente que, a partir de la Ilustración, abandona cada vez más su religiosidad y la substituye por la economía, la técnica y la ciencia, y cuyos soñados paraísos son la salud física, la riqueza, la comodidad, el placer, etc.; es decir, el bienestar material en todos sus aspectos.

Para hacerse una idea de la distancia que separa al Islamismo de la cultura occidental moderna, bastaría recordar los nombres de algunos contemporáneos europeos de Wahab: Hume, Adam Smith, Voltaire, La Méttrie, Diderot, el Marqués de Sade, Casanova, Federico II de Prusia, Catalina la Grande, Luis XV, Cagliostro, John Cleland… Todos ellos personajes muy influyentes, muy característicos de su época y que con su comportamiento e ideas marcan el rumbo de Occidente hasta nuestros días: no menos que sus méritos (que también los tuvieron) nuestra sociedad, nuestra cultura, nuestra cotidianeidad han asumido e incorporado plenamente su ateísmo, su libertinaje, su materialismo, su cinismo, su egocentrismo. ¿Cuál habría sido la reacción de Muhamed Ibn Abdel Wahab si hubiera conocido tales formas de pensamiento y de vida? Los islamistas actuales, que sí las conocen, responden sentenciando a muerte a Occidente, ciegos a cualquiera de sus posibles virtudes.

Por supuesto, el wahabismo y el islamismo parcialmente derivado de él no han sido las únicas reacciones a la larga crisis del Islam

El llamado «reformismo islámico» es un conjunto heterogéneo de movimientos que intenta dar respuestas tanto teóricas como prácticas a los problemas de la comunidad musulmana. La diferencia con el wahabismo es tanto de contenido como de actitud. El wahabismo comienza en un ámbito muy limitado como tendencia restauradora de un Islam primigenio fuertemente idealizado; muy poco a poco asume su papel «revolucionario» y «universal». El reformismo islámico, por el contrario, posee desde el principio un carácter conscientemente programático dirigido a un ámbito panislámico.

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