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El Islam y la urgencia de la paz (I)

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La derrota de las potencias occidentales en el Afganistán es un hecho que no debería haber sorprendido a nadie. La desbandada de los ejércitos más poderosos del mundo y su satélite el ejército regular afgano, puestos en fuga por una milicia muy inferior tanto numéricamente como por sus medios materiales, no pasa de ser un episodio entre grotesco y vergonzoso en el contexto de un gran drama histórico. El triunfo de los talibanes en el Afganistán, como en su día el de la Revolución Islámica en el Irán, es parte de la más reciente fase (la de la «postdescolonización») en un larguísimo y doloroso proceso histórico: el del secular enfrentamiento entre el islam y Occidente.

No hace falta ser historiador ni tener una gran capacidad de análisis para advertir que desde el siglo VII hasta el presente la relación entre el mundo occidental y el islámico se ha caracterizado en cierta medida por el conflicto, concretado en una sucesión de enfrentamientos bélicos y políticos y en una rivalidad por el dominio de una inmensa región que abarca gran parte de tres continentes.

Muy diversas han sido las vicisitudes de este conflicto que ya dura casi 1400 años. A la vista de tanta sangre derramada, de tanta destrucción y de tanta energía malgastada sin que uno u otro de los adversarios haya llegado a obtener una victoria definitiva; y después de este cruento y escandalosamente estéril episodio en el Asia Central, es ya hora de que, como reclamaba Cicerón, «cedant arma togae»: es decir, ha llegado el momento de que callen las armas y de que con medios políticos y diplomáticos, así como con una discusión cultural muy seria y honesta, comience un acercamiento pacífico, que será extremadamente difícil, pero que es imprescindible.

Las dificultades que deberán superarse son enormes.

Por una parte, el encono y la incomprensión están hondamente arraigados; por otra, intereses, alianzas, rivalidades, intrigas y demás factores políticos, económicos, culturales, estratégicos, etc. forman una maraña que se ha ido enredando cada vez más a lo largo de catorce siglos. Pero por ardua que sea esta labor, superar los odios y salir del laberinto conviene más a todos que repetir la experiencia de la guerra, sea abierta o larvada, caliente o fría.

Lo primero que hace falta es un cambio de actitud.

Ni el islam puede seguir mirando a Occidente con resentimiento ni Occidente al islam con desprecio. En cierta medida, lo primero es «retroceder» a los primeros siglos de antagonismo, en los que ambos adversarios se miraban de igual a igual, pero renunciando ahora a la violencia. A partir de aquí, paulatinamente, se podrá trabajar con el fin de lograr una distensión y un acercamiento desde el respeto y la no injerencia mutuos.

Para entender esta propuesta es necesario recordar algunos aspectos de la historia de este conflicto.

En la exposición de estos hechos hemos seleccionado sólo algunos que consideramos especialmente ilustrativos y que, por lo tanto, facilitan la comprensión de un proceso largo y sumamente complejo. Somos conscientes de las lagunas, de lo incompleto de nuestro análisis y de la omisión de matices finos, pero importantes. Una exposición digna de la dificultad del conflicto enunciado requeriría varios volúmenes elaborados por expertos. Aquí no podemos ofrecer ni lo uno ni lo otro. Nuestro propósito es aportar un material sucinto que ayude a reflexionar y a entender la necesidad urgente de acabar con un enfrentamiento estéril, en el que a largo plazo sólo puede haber perdedores.

Escribiendo desde Europa es inevitable tener un punto de vista europeo. El tono especialmente crítico hacia el papel de Occidente en esta confrontación no implica de ningún modo una exculpación de la otra parte, una posición antioccidental o una autoculpabilización denigrante y masoquista, como está de moda en determinados círculos. Antes bien, pretende ser un reconocimiento de los propios errores para no reiterarlos, por lo cual el fin último es favorable a nuestra cultura. Nada nos debilita tanto como nuestros vicios, nuestros pecados; nada merma tanto nuestra autoridad como nuestras violaciones del derecho, de la justicia, de la paz; nada nos pone en mayor peligro que nuestra beligerancia, nuestra agresividad; nada nos deja tanto a merced del odio y la sed de venganza como nuestros crímenes. No es dignidad, sino todo lo contrario, negarse a reconocer todas estas faltas (algunas atroces) o intentar relativizarlas, banalizarlas, olvidarlas, justificarlas. El pecador se redime y recupera su inocencia, su honor y la paz de su consciencia reconociendo la culpa, confesándola, haciendo propósito de la enmienda, intentando corregir sus efectos, cumpliendo la penitencia.

No hablamos de supuestas culpas de hace siglos o de hace muchas décadas, culpas (¡si es que lo fueron!) cuyos responsables ya no viven, culpas que por el paso del tiempo son indemostrables o se han vuelto irrelevantes, faltas que ya no pueden ser corregidas, culpas de las que por motivos puramente biológicos ya nadie puede responder; culpas que no se puede reprochar a los descendientes, herederos o sucesores de los culpables, pues la culpa es siempre personal, individual, intransferible, igual que el mérito. ¿Es el nieto culpable de los crímenes del abuelo? ¿Merecen los hijos un premio por los méritos de sus padres? Evidentemente no.

Las culpas de las que hablamos aquí son actuales, son heridas sangrantes. No somos tan ingenuos que esperemos seriamente el castigo de culpables que ocupan altísimas posiciones y gozan de enorme influencia en organizaciones y países muy poderosos, por mucho que lo merezcan. El grado de culpabilidad es diferente según la actuación y el poder de cada uno. Así, casi ninguno de nosotros es del todo inocente, pues, aunque más no sea por nuestra pasividad, nos convertimos a menudo en cómplices.

De lo que se trata es de que cambiemos de rumbo, de que evitemos en el futuro volver a caer en la barbarie, el vandalismo y la crueldad; y de que, si por desgracia reincidiéramos en estos vicios, ello no ocurra impunemente. No solamente hay genocidas y criminales de guerra de nacionalidad iraquí, ruandesa, etc. que merecen ser llevados ante los tribunales, juzgados y sancionados. También los hay que son ciudadanos y gobernantes de estados democráticos europeos y americanos.

Desde Occidente sólo podemos contribuir a la paz con el islam reconociendo nuestras propias faltas y corrigiéndolas, mientras al islam le corresponde hacer lo mismo con las suyas. Por último, en un conflicto como éste, el primer paso consiste en aplicar dos principios éticos fundamentales: no mirar la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio; y no hacer al otro lo que no queremos que nos hagan a nosotros.

* * * * * * *

Los primeros choques entre el islam y Occidente se producen en el siglo VII. El año 634, apenas muerto Mahoma, acaece el primer ataque del islam contra el Imperio Bizantino que, incapaz de resistir el embate, pierde gran parte de su territorio asiático y, cuando en 698 los árabes conquistan Cartago, todos sus vastos dominios norteafricanos. De este modo, enormes regiones de población cristiana que formaron parte del Imperio Romano, y que se corresponden con los espacios ocupados actualmente por Palestina/Israel, el Líbano, el Irak, Siria, Egipto, Libia y Túnez, dejaron para siempre de formar parte de Occidente. Siguió muy lentamente el territorio de la actual Turquía, hasta la desaparición del Imperio Bizantino en 1453, año de la conquista turca de Constantinopla. En el Oeste la expansión islámica no fue menos veloz: doce años después de la toma de Cartago los musulmanes eran ya dueños de toda la costa norteafricana hasta el Atlántico (actualmente Argelia y Marruecos), de donde desapareció definitivamente la secular herencia romano-cristiana.

Menos éxito tuvieron los intentos de expandir el islam por Europa. Las batallas de Covadonga en 718 y de Poitiers en 732 pusieron fin a la invasión musulmana en la Europa Occidental y marcaron el comienzo de una larga reconquista que concluiría con la caída del Reino de Granada en 1492. En los Balcanes y en la Europa Central el sitio de Viena en 1683 frena la expansión islámica y da principio a la progresiva contracción de los países bajo dominación turca, reducidos tras la Primera Guerra Mundial a un territorio residual en torno a Estambul y a unas cuantas «islas» musulmanas en otros países balcánicos (Albania, Bosnia, Kosovo, minorías en Bulgaria, etc.).

También en la Europa oriental se representó durante siglos el drama de la lucha entre musulmanes y cristianos. En el Cáucaso septentrional la islamización comenzó igualmente en el siglo VII y más tarde en la cuenca del Volga. En estas regiones, sin embargo, tuvo un carácter más pacífico y se debió en gran parte a la actividad misionera. Pero ya en el siglo XIII comenzaron los conflictos entre los kanatos tártaros musulmanes y la Rusia cristiana. Con la conquista en Kanato de Crimea en 1783 la Rusia cristiana se hacía con el control de todo el ámbito oriental de Europa. Así pues, la expansión rusa fue también una expansión del cristianismo y de la cultura occidental, si bien algunas minorías se mantuvieron fiel al islam en regiones periféricas.

Mientras se producían estos acontecimientos, tanto la cristiandad como el islam se transformaban y desarrollaban influyéndose mutuamente, pero manteniendo sus respectivas evoluciones históricas.

La vertiginosa islamización y arabización de los territorios conquistados en el primer siglo de expansión permitieron al islam asumir la cultura antigua conservada por Bizancio en estas provincias. En un espacio de tiempo brevísimo el islam asimiló y adaptó a sus necesidades estas influencias, que fueron el fundamento sobre el que desarrolló su propia cultura filosófica, científica, artística y técnica. Frente a un Imperio Bizantino cada vez más inmovilista y a un occidente europeo aún no repuesto de las pérdidas producidas por el fin del Imperio Romano y las invasiones bárbaras, el mundo musulmán sobresalía por su dinamismo y sus logros culturales. Pero a partir del s. XII ese mismo occidente europeo, en buena medida gracias al influjo árabe y bizantino, conoce un enorme florecimiento cultural. A partir del siglo XV el islam empieza a sufrir un estancamiento cultural que, sin embargo, no merma su poderío político-militar, renovado por los turcos, un pueblo centroasiático que aporta nueva energía a la ya algo envejecida civilización islámica. Mientras tanto el auge cultural europeo sigue imparable.

(continuará en un próximo artículo)

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