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El mote en la ética de la autohomonomía

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El otro día, cuando me preguntaron por el segundo apellido de un familiar antepasado, destaqué que hasta mediados del siglo XX a lo más apurar, contaban los dos apellidos, y juntos, identificaban las distintas ramas familiares, pero que ahora solo cuenta el primer apellido, y dentro de poco solo contará el mote, como ya empieza a suceder. Mi interlocutora se sobresaltó sonriente ante mi chispa de humor negro, lanzándome: “¡Sí que estás negativo!”, a lo que le repuse: “Negativo, no. Objetivo”. Tras un silencio, la mujer se resituó, ufana: “¡Pues tienes toda la razón; sí, señor! A partir de ahora, cuando me lo digan a mí, yo responderé lo mismo: ‘¡Soy objetiva!’”. Así es: ese será el próximo hito en el montón de “derechos” (¿desechos?) que nuestra sociedad pretendidamente civilizada está conquistando. El nombre como etiqueta. Vendrá, y ya está aquí, después del tan cacareado “matrimonio de personas del mismo sexo”, que, anotemos, por ahora solo lo han aprobado alrededor del 15 por ciento de los países del mundo. No obstante, pisa fuerte, promocionado con todo tipo de prebendas y fondos públicos, en contra de lo que dicen los ciudadanos de a pie, los científicos, filósofos y teólogos, que cada día que pasa entienden menos esa falsa democracia en que las leyes que imponen los políticos de turno van en contra de lo que piensa la mayoría. Parece que defender la no discriminación de los homosexuales, igual que cualquier minoría, implica el repartir sidra a todo quisque. “¡Mira que eres homófobo! ¡Católico tenías que ser!”. Como si la Iglesia no fuera la primera que, desde siempre, ha abogado por la eliminación de todo estigma de todos los estigmatizados, débiles y “periféricos”. Pero el no discriminar no quiere decir que me guste lo que no es de recibo. Simplemente, porque no lo es. Pues la mutua complementariedad sexual y afectiva y la generación y la educación de los hijos son el sentido antropológico último del matrimonio de verdad. Y ha sido siempre así, en todas las épocas y culturas, antes incluso de existir la Iglesia, y por tanto no porque lo dijera la Iglesia sino la propia Naturaleza. Ya se ve venir que, después de esto, vendrán los que ya se oyen, como el “matrimonio” poligámico y todo tipo de uniones que encaprichen al personal, y puntos suspensivos. No nos engañemos: será –si es- a costa de hacernos esclavos de nuestra propia libertad. De una “libertad” corrompida, el ángel caído. Basta mi nombre, o me lo cambio como el sexo. ¿Hay futuro? ¡Por supuesto! El ángel bueno vence siempre. Porque Dios es Dios. Aunque, eso sí, tragaremos mucha ceniza.

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