Sabemos lo que va a ocurrir. En esta ocasión no estamos entre los países pioneros en la implantación de la eutanasia: Bélgica y Holanda legalizaron la eutanasia en 2002. Hemos podido pues asistir como espectadores al proceso que llevó a su legalización y a los efectos que se han producido tras su aplicación.
Sabemos perfectamente lo que va a ocurrir. Otra cuestión es que prefiramos ignorarlo porque ya hemos tomado partido a favor de las prácticas eutanásicas por motivos ideológicos, argumentaciones para las que la realidad y todo vestigio de prudencia son residuos de un pasado oscuro que ni siquiera hay que considerar.
Contemplando lo que ocurre en Bélgica o en Holanda podemos vislumbrar lo que ya es nuestro presente y lo que será nuestro futuro. Estamos en la fase de los casos extremos, debidamente utilizados mediáticamente, sucesos excepcionales (en ocasiones, incluso, campañas minuciosamente preparadas), que sirven de coartada para derrumbar antiguos tabúes y abrir la puerta a la eliminación de aquellos cuyas vidas ya no consideramos merecedoras de seguir adelante. Nos aseguran que habrá controles estrictos y que nadie que no lo desee y lo explicite claramente debe temer. Luego, una vez se aprueba y se va asumiendo culturalmente la eutanasia activa, llega la realidad (es llamativo el paralelismo con el proceso de aprendizaje, difusión y banalización del aborto) y descubrimos que las cosas no son como nos las habían contado. Por ejemplo, la propia Comisión de Control establecida en Bélgica por la ley que legalizó la eutanasia, reconoce su incapacidad para calcular el número de casos de eutanasia reales, que se asume que son muchos más de los declarados. Y eso a pesar de que cuando se aprobó la ley una de las motivaciones era precisamente que las eutanasias se declararan y abandonaran la supuesta clandestinidad.
En un informe publicado tras una década de aplicación de la ley, se podía leer: “Legalizado inicialmente bajo estrictas condiciones, la eutanasia se ha convertido en un acto normal e incluso ordinario en pacientes que se considera que “tienen derecho” al mismo. Frente a algunos casos mediáticos, la evidente relajación de las condiciones estrictas ha provocado muchas reacciones, pero la ausencia total de cualquier tipo de sanción por parte de la Comisión y el silencio por parte del establishment político ha dado lugar a una sensación de impunidad por parte de los médicos implicados y una sensación de impotencia por parte de aquellos preocupados por cómo están evolucionando las cosas”.
Estamos hablando de aplicación de la eutanasia a un número creciente de personas que en ningún momento han expresado que ésta sea su voluntad: personas incapaces de expresarse, familiares o personal médico ansiosos por solventar una situación incómoda, operaciones de “donación” de órganos,… Todo ello operado en la más estricta impunidad porque las premisas ideológicas asumidas por el Estado, los medios de comunicación y, en definitiva, la cultura dominante, indican que esas vidas no son dignas de ser vividas y que suponen además una carga para el conjunto de la sociedad.
Pero sabemos aun más cosas: sabemos que luego llega el infanticidio. Una realidad ya en Holanda por obra del Protocolo de Groningen, que acepta la eutanasia de niños recién nacidos que cumplan uno de estos tres requisitos: “el niño no tiene posibilidad de sobrevivir, o está condenado a tener una mediocre calidad de vida o se considera que sufrirá un dolor insoportable”. La estudiada maleabilidad de estos requisitos anuncian lo que es ya, por desgracia, una triste realidad: la aceptación del infanticidio eugenésico.
¿Eso es todo? Pues tampoco. Este lúgubre fenómeno continúa avanzando y ya anuncia por dónde van a ir sus siguientes pasos. Una reciente encuesta realizada en Bélgica por el Instituto Nacional de seguros para enfermedad e invalidez (INAMI) y por el Centro federal de cuidados paliativos, ha arrojado datos muy significativos: el 40% de los belgas son favorables a detener “los tratamientos costosos que prolongan la vida de los pacientes de más de 85 años”. Quienes se oponen no superan el 35%. Para el 17%, descubrimos en la misma encuesta, la Seguridad Social no debería asumir el coste de los tratamientos en el caso de que las enfermedades tengan su origen en un “comportamiento personal”, como el caso del tabaco o la obesidad (¿y por qué no el no haber seguido de modo estricto una dieta saludable? ¿o el no haber realizado el necesario ejercicio físico? Con esta lógica, la ingestión de un lejano croissant podría suponer la falta original que te descalifique para ser receptor de un tratamiento de salud en la sanidad pública). No, aún no estamos ante una ley, aunque hay voces que denuncian que la praxis habitual va asumiendo cada vez más este tipo de planteamientos.
Las leyes, no nos cansaremos de recordarlo, tienen una función pedagógica y conforman las mentalidades de manera inexorable. La eutanasia, al tratar el valor de la vida como algo relativo y cada vez más arbitrario, abre el camino y potencia este tipo de prácticas y mentalidades, hasta no hace tanto limitado al ámbito de las novelas distópicas. No somos catastrofistas, no inventamos nada para asustar a la gente, nos limitamos a observar lo que ocurre en los lugares que van por delante nuestro, allí donde podemos adivinar el futuro al que nos encaminamos. Sabemos, por otra parte, que no nos escucharán y que nos abocaremos al mismo paisaje de muerte y desprecio a la vida que ya es una realidad allí. Luego, algunos, se llevarán las manos a la cabeza y dirán que no era esto. Cuando aleguen ignorancia habrá que recordarles que su ignorancia es culpable, es la ignorancia de quien decide, a sabiendas, ignorar todo lo que las experiencias en otros países nos enseñan.