¿Quieres perdón? Pídelo, Dios está esperándote. Él te ofrece mil y una ocasiones, en bandeja de oro. Solo debes aceptar sus mandatos y agarrar su mano. Tú puedes conseguir vivir la vida o sufrirla. Tuya es la elección. ¡Tuyo el Cielo o el Infierno!
Siento leve que me llamas
e ignoro siempre tu Palabra,
que me hace fuerza, que me obliga
a dar de mí cuanto más pueda,
sabiendo bien que,
entre ella y yo, aun si me pierdo,
está en juego mi destino,
el horizonte de luz que me espolea
a vivir la vida o a morirla.
Que Tú me avisas de mil maneras,
al tiempo que me ofreces tus remedios.
Dame fuerzas, tenme calma,
sé paciente, que voy haciendo;
un día gris puede quemar mi alma,
pero, si a Ti me vuelvo, descubro siempre
que allí estabas…
pues noche y día me esperabas.
Era tanto cuanto pedía,
y luchando sin tregua he descubierto
que la elección es mía.
Decíamos en el capítulo anterior: “Una vida interior que, de no ir acompañada con la vida exterior, es un camelo. Ambas deben ir imbricadas con los eslabones de la cadena de la caridad, pues juntas forman una amalgama que fortalece la conversión de nuestro espíritu en conformación con el de Dios. Juntas forman una amalgama que es el caldo de cultivo para una conversión permanente, como veremos en el próximo capítulo”. Pues hemos llegado, amigo; vamos a desarrollar por qué es así y, en esencia, qué y cómo es o debe ser esa conversión.
Neurociencia de la virtud
Qué iluso es nuestro cerebro, que, porque sentimos lo que racionalizamos, ya pensamos que está plenamente justificado rebotarnos al prójimo, nuestro hermano (“todos sois hermanos”: Mt 23,8). Nuestra reacción cerebral −como ha demostrado la neurociencia− no responde más que a un estímulo que nos sugiere el corazón (tan débiles somos, aun si nos creemos tan fuertes), pues el corazón siempre lo siente antes de que lo racionalice y nos lo diga nuestro cerebro. Pero estate atento, hermano, mi hermana del alma, no te escabullas, que cuando el cerebro lo siente, nuestra voluntad o lo frena o lo impulsa, pues somos libres. Es la conciencia. Es nuestra libertad.
“¡Bien, bien! Y eso, ¿a santo de qué?”, podrías cuestionarme. Te diré que o eres fuerte en tus virtudes con las que te estás ganando el Cielo, o eres malo con tus malos propósitos, las malas ideas que conservas abrigaditas en tu corazón enfermo, pues puede ser que únicamente vivamos para justificarnos el rebote del que hablamos; y todo ello, por la envidia que nos corroe, que, cuando la aliñamos con la soberbia, con todo ello difamamos a nuestro hermano. Eso nos abre las puertas del infierno de par en par. Con palabras del Papa Francisco, “la difamación es un asesinato”. Y sabemos que el asesinato es un homicidio, que rompe con la creación de Dios en la persona de nuestro hermano, y con él, con la creación entera, pues, como hemos ya apuntado que afirma Jesús, “todos sois hermanos” (Mt 23,8).
Tan grave es la cuestión, que merece el que el Maestro llegue a dilapidar: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5,23-24). Esa ofrenda es la propia vida de oración; el altar expresa la virtud de Dios, que representa la Eucaristía que Jesús instituirá un tiempo después de aseverar esas palabras.
Una virtud en lucha
No es para menos, pues hay tantos cristianos católicos que se las dan de “practicantes”, hasta de Rosario y Misa diarios, y no son más que papanatas que repiten una consigna que el Maligno siembra en su corazón, donde hacen convivir el Bien con el Mal (Cfr. parábola de la cizaña: Mt 13,24-30), y su libertad confirma tan soberano despropósito (¡cómo serían, sin Misa y Rosario!). Todo ello, aun sabiendo conscientemente que están pecando, porque su orgullo les ciega su entendimiento y su voluntad; tan débiles son… Jesús, como siempre, es claro: “Del interior del corazón proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios…” (Mc 7,21).
Eso que mencionamos es la antivirtud que campa a sus anchas en nuestro mundo, aquel “pecado contra el Espíritu Santo” que se niega a acoger el perdón de Dios y que Jesús denuncia con contundencia (Cfr. Mc 3,29). Con él, corremos el peligro de negar con nuestras obras que Jesús, que “ha sido elevado al cielo, vendrá de igual manera a como le habéis visto subir al cielo” (Hech 1,11), y tras haberlo denunciado de tantas maneras y probado con tantos milagros “que Dios me ha concedido realizar” (Jn 5,36), un día vendrá “a juzgar a las naciones” (Joel 3,12), pues, como afirma san Pablo, “¿no sabéis que los santos van a juzgar al mundo?” (1 Cor 6,2).
¿Qué puede haber en el corazón de tanto desalmado que les pervierte el alma? Son de esos pseudoconversos que piensan (quieren pensar) que la conversión del corazón de la que habla Jesús trata de bienestar y salud emocional, de sabiduría e inteligencia de las cosas de Dios, sin ponerlas en práctica. Y sí, que la conversión comporta todo eso y más, pero no se queda ahí, porque no es el envoltorio, sino la esencia del verdadero encuentro con Dios (Vid. mi artículo “El encuentro”), que implica el ganarnos el Cielo con esfuerzo (“el Reino de los Cielos hace fuerza, y los esforzados se apoderan de él”: Mt 11,12).
Ocurre como con las revelaciones e infusiones de Dios al corazón: lo personal (virtudes, antivirtudes, inteligencia, reacciones fisiológicas…) siempre está presente, pero no son lo determinante, sino meramente anecdótico, la brasa donde prende el fuego. Lo fundamental es lo que hacemos con todo ello, en libertad: nuestra conversión.
Una conversión en desarrollo
Pues sí. La conversión va siempre de menos a más, por la senda estrecha (Cfr. Mt 7,13-14), por la que el alma sincera se encamina en busca de la Verdad. Es un desarrollo que las virtudes alimentan, siendo ellas a su vez alimentadas en lo que podríamos denominar sinergias del corazón, que, como si se tratara de la semilla sembrada en el campo, juntamente favorecen el que brote de ella la planta, y luego crezca y se robustezca (mírate la parábola de la semilla: Mc 4,26-29). Y sabemos que, una vez creada la sinergia, el desarrollo es exponencial y prende el fuego, puesto que, a más desarrollo, más posibilidad de crecimiento, y a más crecimiento, más visibilidad y más sentimiento. Lo sabe cualquier hombre de campo (¡y hasta los bomberos!): cuando el fuego prende, lo arrasa todo; más, en función de su avance, que llega un momento en que su expansión es imparable.
Para ser consecuentes con lo que creemos (o decimos que creemos), “no podemos vivir persiguiendo el polvo, detrás de cosas que hoy están y mañana desaparecen. Volvamos al Espíritu, dador de vida, volvamos al Fuego que hace resurgir nuestras cenizas, a ese Fuego que nos enseña a amar. Seremos siempre polvo, pero, como dice un himno litúrgico, polvo enamorado. Volvamos a rezar al Espíritu Santo, redescubramos el fuego de la alabanza, que hace arder las cenizas del lamento y la resignación” (Papa Francisco. Homilía en la Misa, bendición e imposición de la ceniza, 17 de febrero de 2021).
Prototipo de la conversión
San Pablo era perseguidor y asesino de los primeros cristianos, y sin embargo se ha erigido como el Apóstol más activo, y el que favoreció en sus duros inicios la expansión y la unidad de la Iglesia por medio de su apostolado, basado en sus intensos y arriesgados viajes y sus profundas cartas, que han supuesto la formalización del mensaje que Cristo vino a traernos.
Dicen algunos −inspirados por la comodidad o más bien acomodación en que se basa toda elucubración gnóstica−, que el mensaje de Cristo es genial, pero que ellos no creen ni en el Papa ni en la Iglesia, porque son creaciones humanas. Yo les digo: Si aceptamos que el mensaje de Cristo es el más revolucionario que haya existido jamás en esta vida mortal, y puesto que la experiencia nos demuestra que en ella todo tiende a pervertirse, ¿no sería lógico que Él mismo se determinara por crear una estructura y un “conservador mayor” que lo preservara? Ese es el Papa, con todo el colegio episcopal en comunión con él, acompañados por la pléyade de sacerdotes y almas consagradas que testifican y robustecen el mensaje cristiano desde la raíz a las ramas. Ese es el Pueblo de Dios, que abraza la virtud viviendo en coherencia con la doctrina cristiana. Esa es la mayor manifestación de Jesús en el mundo, actualizada generación tras generación: esa “multitud que nadie podría contar” (Apc 7,9).
San Pablo, prototipo de conversión y ejemplo para todo cristiano y hasta para los hombres del mundo, gritaba bien alto: “Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres” (Rom 12,18), pues somos libres de aceptar o rechazar la llamada de amor del Espíritu a la Verdad. Muchos de nosotros somos testigos de que tantos de esos que la rechazan explícitamente se vuelven progresivamente violentos, porque sin duda deben hacerse violencia para huir de la llamada “que hace violencia”; y más, pues acaban llevando una vida de busca y captura de “enemigos”, como los que denuncio desde la primera página en mi libro publicado en catalán Les Decapíndoles de la Comunicació Disruptiva (DCD).
Esos que señalamos son los mismos a quienes en su primera vida favorecía san Pablo. Y eso, ¿por qué? Sencillamente porque la llamada les corroe el entendimiento que están intentando emborronar para no sentirse culpables. Y lo hacen con joyas, relojes de oro, maquillajes, máscaras de plástico reciclado, apariencia, sexo a destajo y todo tipo de adicciones. ¡Suma y sigue, hermano! “Dime con quién andas, y te diré quién eres”, denuncia el proverbio castellano. Es la llamada del mundo.
El campo del mundo
“La semilla cae, y crece sin que nadie sepa cómo…” (parábola de la semilla: Mc 4,26-29). Tú, amable lector, puedes ser la buena semilla. Basta que te decidas a mantener tu alma en condiciones para llegar un día a la Jerusalén Celeste (Gál 4,26; Heb 12,22; Apoc 21,2). Tienes mucho que hacer y que cumplir, pues Dios no te ha puesto en el mundo para el desenfreno, sino para que seas feliz sirviéndole sinceramente y en libertad, cumpliendo sus mandatos, que, lejos de ser ataduras, son los hilos con que él quiere tejerte en el gran tapiz de la Creación, y así abrigue en su totalidad “las delicias del Señor” (Sal 27).
Dios no te obliga con sus mandatos; solo te amonesta, avisándote de lo que puede romperte y con ello puedes romper el plan que ha trazado para ti, y que tú debes libremente desarrollar, para que muchos otros que deambulan sin conocerle o hasta repudiándole lleguen un día a ser felices como a ti te quiere. Nuestro mundo, progresivamente alejado del plan de Dios, nos muestra las mil caras de la miseria y la corrupción que desencadena el vivir como si Él no existiera, hasta que, tras haber dejado Dios en libertad de elección a su criatura predilecta, el hombre y la mujer, envíe a sus ángeles a arrancar la cizaña del campo (parábola de la cizaña: Mt 13,24-30).
Pues sí. El hombre y la mujer son creados libres (“de todos los árboles del Paraíso puedes comer”, leemos en el principio de la Biblia: Gén 2,16). A pesar de ello, pueden hacerse los sordos a la llamada del Espíritu. En consecuencia, provocan el desencadenamiento de la justicia de Dios, pues “la ira de Dios pesa sobre él” (Jn 3,36), que repercute en Cuerpo de Jesús, el Justo, “que se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos” (Heb 9,28), “pues Dios tuvo a bien que en Él habitase toda la plenitud, y por Él reconciliar todos los seres consigo” (Col 1,19-20). No sería tal plenitud si no arrancara y quemara la cizaña, pues si hay premio, debe haber castigo. Por tanto, no es que Dios “sea malo” como afirman los comodones que pretenden justificar su poltronería, sino la expresión elocuente de la fealdad del Mal en oposición al Bien.
“Un mundo cerrado al espíritu es fácilmente manipulable y pasto de las ideologías. […] La libertad se agota, la belleza se hace esteticismo (o decoración) y la memoria se reduce a un disco duro. […] La vida deja de ser un don y se convierte en un derecho que se compra y se programa. Agotado el misterio, se cierra la puerta de la belleza y, con ella, la del bien y la verdad” (La verdadera noche es luz. Carlos Villar. Ed. Cobel, 2023. Pág. 133-134). Bien y Mal se contraponen a Belleza y Fealdad. Lo desarrollaremos un tanto a continuación, pues Bien y Belleza son unos rasgos definitorios de Dios, como Todopoderoso que Él es, que con su Palabra creó cuanto existe, y sin Él, nada existiría (Cfr. Jn 1,3; Col 1,16).
Pero ¡no te confundas, amigo! No me refiero a la bondad pastosa, fofa y ñoña y al bien perecedero sin compromiso que proclaman a los cuatro vientos los medios de comunicación y el falso arte que los alimenta con sus historietas de papel couché que se deslustra al pasar página, sino del Bien y la Bondad que dan la vida por todos (parábola del Buen Pastor: Jn 10,11-18), aquella que duele dar, pero que regada con sudor y lágrimas “da mucho fruto” (Jn 15,1-8) y obtiene mucho (el ciento por uno: Mt,19,27-30), de manera tal que hasta “los pájaros vienen a anidar en sus ramas” (Mt, 13,31-32).
Bien y Belleza, atributos de Dios
Profundicemos. Hablábamos días atrás del Bien y la Belleza. Ellas nos iluminan y nos adentran con certeza y presteza en nuestro camino en busca de la Verdad. No es casualidad que el Paraíso que Dios regaló al hombre y a la mujer fuera “muy bueno” (Gén 1,31). Es el lenguaje de Dios, que vino a desarrollar Jesús con su vida entera, testificando que es así −con sus milagros, representación elocuente de su Bondad y su Belleza− cómo Él mismo se mostraba como Humanidad del Dios Creador. La Iglesia ha seguido desparramando por los cuatro vientos Bien y Belleza, impregnando todas las esferas humanas dignas, como la cultura, el arte, y hasta el mismo trabajo, que es camino que nos lleva a Dios, un Dios obrero en Nazaret, lo mismo que lo fue al crear el mundo (Vid. los dos primeros capítulos del Génesis).
“Así, los primeros en la fe me enseñan el valor de la oración, del amor y la fidelidad. Ellos, Jesús mío, me enseñan a confiar en el Espíritu divino, que hace crecer la fe, el amor y la esperanza, y transforma y llena de luz la vida de las personas” (Josep Maria Torras. YouTube. La Pinacoteca de la Oración – “Contad y cantad”).
Eso es como aquel que se te encabrita cuando le dices que no se queje porque lleva buena vida porque le ves con salud y operante. Dile que deje de mirarse el ombligo, que abra los ojos, que tantos hermanos nuestros no pueden con su alma ni para levantarse de la cama, y si me apuras, deben respirar con asistencia de máquinas y tubos que les arruinan la vida y el bolsillo. Dile que es un “terribilizador”, según vocabulario del psicólogo Rafael Santandreu, que en sus libros y tutoriales tanto habla de la comodidad y bienestar que nos acomoda a una vida artificial y que tanto denuncio en mis libros y mis artículos: la “terribilitis” que debemos temer, dice él.
Reconozcámoslo. “[La parábola de la semilla] es como un resumen de la vida interior de las personas. Cada uno tiene su tiempo, su ritmo; todos son regados por los dones del Espíritu Santo; todos reciben la fuerza interior para ir creciendo poco a poco, al ritmo de Dios: primero los tallos, después la espiga, después el grano… hasta unirse Contigo en el Paraíso” (Josep Maria Torras. YouTube. La Pinacoteca de la Oración – “Contad y cantad”).
La Belleza del Bien: la confesión
Así es, hermano, mi hermana del alma. Todos somos libres, todos disponemos de los dones y atributos necesarios para vivir una vida plena, pero no todos son capaces, solo Dios lo puede todo (Cfr. Mt 19,25-26). Contamos con la fuerza de la Confesión, que es curación del alma y del cuerpo, pues es Dios mismo quien actúa sobre la entera persona del confesando por medio del sacerdote, instituido por la Iglesia como dispensador de la gracia, siendo Jesús el mediador ante el Padre; recordemos que el sacerdote es la persona consagrada que −según el mandato de Jesús en Jn 20,22-23−, cuando dice “Yo te perdono tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, actúa in persona Christi (en la persona de Cristo).
Por este motivo no es lo mismo la confesión sacramental que el “yo me confieso con Dios, no necesito al sacerdote” que alegan algunos como yendo de santitos, puesto que el sacerdote tiene la gracia del Espíritu Santo, pues el sacramento del orden imprime carácter, consagrando el sello de Dios en el hombre. Recordemos, además, que, al tratarse de un diálogo humano entre dos personas, el mediador Jesús utiliza ante el Padre los rasgos humanos sellados con el poder transformador de Dios, convirtiendo ese diálogo humano en divino, para huir del “Señor de la Muerte, es decir, el diablo” (Heb 2,14).
Eso es lo que llega a expresar un joven citado por el ingeniero padre de familia y catequista Ignacio del Villar: “Recuerdo en especial a un chico que, tras recibir la absolución, exclamó cuando estaba a mi lado: ‘¡Qué pasada!’, manifestando el momento tan feliz que acababa de experimentar” (Ignacio del Villar. De la Confesión a la Conversión. EUNSA. Pamplona, 2023. Pág. 42). Y eso es así, porque “la Confesión no consiste en un mero arrepentirse y reconocer nuestra culpa. Al mismo tiempo significa emprender un nuevo rumbo, un cambio de vida. Ese seguir a Jesús pasa por decir no al pecado, y decir no al pecado implica que uno camina y avanza” (Op. Cit. Pág. 36).
En definitiva, es el Amor que Dios nos ofrece al tendernos su tierna mano, pero que a nosotros toca descubrir viviendo, luchando, amando, rezando “en espíritu y en verdad” (Jn 4,24). Nuestra vida será, pues, consecuencia evidente donde se desencadenará la tempestad, pero cuando sintamos que nos hundimos, si nuestra búsqueda de la Verdad es sincera, siempre podremos descubrir la mano que Dios nos tiende, como cuando coge a Pedro que se hunde en el mar embravecido por su poca fe (Vid. el pasaje de la tempestad calmada: Mt 8,23-27).
Nos lo ha demostrado. Dios nos ofrece su perdón, pero para recibirlo debemos pedirle perdón. Eso es, como hemos visto, ni más ni menos que el sacramento de la Confesión. Por eso la Iglesia recomienda la práctica santa de la Confesión frecuente: así mantenemos nuestra alma en condiciones de influir santamente en nuestro cuerpo, para dejar actuar a Jesús por nuestro medio, pues como cristianos somos alter Christus (otros Cristos).
Hacia una conversión permanente
Piénsalo bien, hermano, mi hermana del alma. “No se trata de hacer cosas buenas, sino de ser bueno viviendo con el único que es Bueno” (La verdadera noche es luz. Carlos Villar. Ed. Cobel, 2023. Pág. 137). ¡Ánimo, que “para Dios nada hay imposible”! (Lc 1,37). No pienses ni actúes pensando que porque te llamas cristiano o hasta católico ya tienes la puerta del Cielo abierta. Recuerda que Jesús dice que hay que entrar por la puerta estrecha (Mt 7,13-14); por tanto, no te duermas en los laureles. Tenemos que testificar, con nuestras vidas, obras que prendan el soplo del Espíritu en el mundo.
Porque mira que te digo. Dios lo perdona todo, pero no el “pecado del Espíritu” pervertido: “Todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás” (Mc 3,28-29). No te fíes de tus maldades disfrazadas de oro y plata con el brillo de la apariencia. Dios sabe qué hay en tu interior, porque “Dios conoce lo que hay dentro de cada hombre” (Jn 2,25). Deja de vivir una vida a medias entre el espíritu del mundo y el Espíritu de Dios.
Decídete a dar el paso. Conviértete. Reconoce tu pecado, pide perdón a tu hermano y repara el mal que le has hecho, con el propósito de no volver a ofenderle, condiciones para un verdadero perdón de tus pecados (si no, no hay Confesión que valga, pues si no cumples estas condiciones, tu Confesión es nula, porque es una pantomima). Así será la única manera como Dios escuchará tu plegaria “en el día malo” (Ef 6,13). Porque, por bien que te vaya con tu doble vida, a todos nos llega el día malo… tarde o temprano. ¡Que ese “día del Señor” (según diversas acepciones en la Biblia) no te encuentre en paños menores!
Piensa que la Iglesia es un hospital de campaña, como afirma el Papa Francisco, pero de ninguna manera un club social donde venir a compartir con los colegas las tardes del sábado que no tienes plan. La Iglesia custodia la Palabra de Dios, que Jesús vino a proclamar (Jn 1,1-14), para abrir el camino en busca de la Verdad, hacia Dios, un camino de Cruz: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue su cruz y me siga” (Mc 8,34), entrando por “la puerta estrecha” (Mt 7,13-14).
La Biblia es clara: “Arrepentíos, por tanto, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados, de modo que vengan del Señor los tiempos de la consolación” (Hech 3,19), estando seguro de que “si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla y ora, y me busca y abandona su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré su pecado y restauraré su tierra”. (2 Cron 7,14). Podemos rezar con san Juan Bosco: “Ser bueno no consiste en no cometer ninguna falta, sino en saber enmendarse”.
De hecho, en el centro de nuestra conciencia, al ir en busca de la Verdad, debemos preguntarnos, cuestionados por el Papa Francisco (pregúntate conmigo): “¿Hacia dónde está orientado mi corazón? ¿Hacia dónde me lleva el navegador de mi vida, hacia Dios o hacia mi yo? ¿Vivo para agradar al Señor, o para ser visto, alabado, preferido, puesto en el primer lugar y así sucesivamente? ¿Tengo un corazón ‘bailarín’, que da un paso hacia adelante y uno hacia atrás, ama un poco al Señor y un poco al mundo, o un corazón firme en Dios? ¿Me siento a gusto con mis hipocresías, o lucho por liberar el corazón de la doblez y la falsedad que lo encadenan?” (Homilía en la Misa, bendición e imposición de la ceniza, 17 de febrero de 2021).
En consecuencia y en resumen, para ello te será de gran utilidad (es la única manera en que Dios te inspira a ir por las buenas) el reconocer de una vez la Verdad, y luego, vivirla en coherencia con la fe que proclamas. Será la conversión permanente que Dios te pide, con Quien puedes exclamar: “¡Oh, Dios, crea en mí un corazón bien puro!” (salmo 50). Si no, prepárate y hazte fuerte, que Dios te vendrá a las malas (como advertencia, mírate los salmos 5 y 101). Pero eso forma parte ya de lo que guardo para el último artículo de la serie, con el que habremos llegado a veinte. ¡Ahí nos vemos! ¡Hasta la semana que viene!
Twitter: @jordimariada
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