¡Apresurémonos, llega la Hora! “La Creación entera gime y sufre con dolores de parto” (Rom 8,22), ¿no lo ves? El Universo entero está revolviéndose a causa de nuestro pecado. La destrucción que el pecado conlleva está concretándose en la última batalla de la rebelión de Lucifer en contra del plan de Dios. Si llegamos a tiempo de pedir perdón en el último minuto, al menos habremos salvado nuestra alma para poder habitar un día en el Cielo. Pero no olvidemos que una cosa es el perdón y otra ser perdonado, por lo cual mejor será que nos confesemos y nos enmendemos (todos) lo antes posible, si queremos seguir con vida, que lleva a la Vida. Los teólogos expresan la idea de manera contundente: aun si confesamos el pecado y nos es perdonado, permanece el llamado “reato de pena”.
Parémonos a pensar: ¿Sería justo que uno que se carga del peso de la culpa de mil pecados gordos con afectación global tuviera tras su confesión el mismo Cielo que uno que solo carga tres o cuatro “pecadillos” que nadie advierte? Esa diferencia es la que determina la justicia de que exista un Purgatorio con distintas y graduadas estancias donde purgar cada uno la condena con que Dios omnipotente nos debe purificar para entrar en el Cielo. Dios es justo (El Justo), y no puede contradecirse; Él es el que es (Cfr. Éx 3,14). Por eso hay purgatorios “menores” y el Purgatorio Grande, donde los sufrimientos son como en el Infierno, si bien con la certeza −a diferencia del Infierno− de poder ver un día a Dios para gozar de su Gloria.
Muchos de nosotros, pretendiendo evitar el tener que sonrojarnos ante la víctima a la que ahora hacemos sufrir nuestro pecado (que en muchas ocasiones es del todo gratuito), no pedimos perdón ni reparamos nuestro pecado, y así nos arrastramos por el pringue con la cabeza pretendidamente alta y sacando pecho ante los comensales, procurando aplazar sine die el dar la cara ante nuestro hermano para pedirle perdón por nuestra ofensa, en lugar de rectificar de verdad. La condena la sufriremos −sí o sí de todas formas− porque Dios conoce nuestro pecado, y se hará públicamente flagrante sonrojándonos no solo ante nuestras víctimas, sino de todo el Pueblo de Dios congregado en el Juicio Final.
Ciertamente, a menudo parece como si esperáramos que el tiempo cancelara su memoria, pero el tiempo es terco y nos vuelve y devuelve una y otra vez el peso de nuestra culpa, peso con el que Dios nos advierte recordándonos que debemos confesarlo sinceramente, tras lo cual, si no lo reparamos y seguimos reincidiendo en él, la pena va creciendo.
Siempre el mismo pecado
Afortunadamente y gracias a Dios, los humanos pecamos siempre en lo mismo. Así somos de miserables y bien poco originales. Todo pecado que cometemos ha sido cometido ya por otros o por nosotros mismos mil y una veces en la historia. Por eso la pena crece a medida que el ser humano va cumpliendo siglos, y ello será lo que justificará el desembocar en el dies irae, el día de la ira en que Dios descargará toda su cólera contra sus enemigos. No olvidemos que los enemigos disfrazados son los que le hacen exclamar: “Voy a vomitarte de mi boca” (Apc 3,16). Sus enemigos son los pecadores inconversos, aquellos que sostienen su orgullo ante la Santa Faz como si fuera un escudo que les protege y exalta.
Tememos el Apocalipsis, pero el Apocalipsis lo traeremos nosotros con nuestras penas. Tratamos de emborronar nuestro pecado, pero la “vida” de nuestro pecado permanece hasta que no dejamos de cometerlo, lo confesamos, rectificamos… y lo reparamos. Nuestro pecado sigue coleteando en el lado invisible de la vida si no lo reparamos. Al otro lado del velo que nos cubre las vergüenzas, habitan seres que vuelan con sus alas majestuosas o de venganza, que espiritualizan nuestra existencia llamada a ser eterna, en cuya eternidad viviremos más auténticamente de lo que vivimos aquí en la carne, pues no somos seres finitos, sino espíritus encarnados que en la carne debemos alcanzar la perfección a que Dios −despojándonos de la carne− y a través de su Espíritu −que da vida al nuestro− nos llama.
Unos tenemos pocos pecados, y otros más; unos acumulamos más condena, y otros menos; más aún, los hay que con la pureza de su vida desagravian nuestro pecado purificando en la medida de lo posible el deambular del ser humano en la Tierra. Todos vivimos colmando la medida de nuestros pecados (Cfr. 1 Tes 2,16), pero frente a ellos unos conseguirán un recipiente mayor, y otros menor: unos gozarán de mayor Gloria que otros; pero los pervertidos −no lo olvidemos− serán abocados a las Tinieblas eternamente, cargando espiritualmente el peso de su pecado.
Asusta pensar que nosotros no dejamos nunca de ser responsables de nuestro pecado… y su pena. Con todo, cobramos ánimo al constatar que Dios nos elige por pura misericordia, y salva a quien Él quiere, como Jesús explica en la parábola de los convidados al banquete (Lc 14,8-11) o en la parábola de los obreros de la viña (Mt 20,1-16). Piénsalo bien, hermano, mi hermana del alma. Tú, ¿dónde quieres estar? Escucha el susurro que Jesús te confía: ¡“Déjalo todo, ven y sígueme”! (Cfr. Mc 10,21). Es Palabra de Dios.
Twitter: @jordimariada
Si llegamos a tiempo de pedir perdón en el último minuto, al menos habremos salvado nuestra alma para poder habitar un día en el Cielo Share on X