Cualquiera que a la mínima esté dispuesto para comenzar un conflicto por una pequeña diferencia de opinión es espiritualmente inmaduro.
La Santa Escritura nos lo recuerda: «Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres» (Romanos 1 2.18). Las enseñanzas de la Iglesia Católica requieren una gran cantidad de sabiduría y prudencia. Pero casi seguro que más de una vez te has visto inmerso en un acalorado debate entre católicos sobre la mejor manera de vivir la doctrina de la Iglesia. Y es que algunas veces, especialmente cuando las almas de personas están en juego por falsos mensajes del Evangelio o de la doctrina y magisterio de la Iglesia, es necesario expresar corrección.
Diariamente, nos encontramos frente a ciertas falsas afirmaciones que pueden requerir aclaración por nuestra parte, que te pronuncies y digas «No, eso no es cierto».
Pero ¿cómo hacerlo? Quizás la forma más fácil y la más errónea sea la de no abordar el problema. Recuerda, Santa Catalina de Siena exhortó a la Iglesia a «proclamar la verdad y no permanecer en silencio por miedo». Pero, ¿cómo lo hacemos sin meter la pata?
Bueno, hay muchas formas incorrectas: como perder la paciencia, tratar a la persona en cuestión con desprecio, vanidad…
Pero para responder a la pregunta de cuál debería ser una actitud correcta, tenemos que jugarnos el tipo y entrar en debate, todo lo demás serán tibiezas o paños calientes.
Tenemos que defender la verdad a toda costa aunque volvamos a ser solamente doce, (san Juan Pablo II)
¿Qué queremos decir con «debate»? En primer lugar, necesitamos diferenciar este concepto de la apologética. La apologética cristiana es un esfuerzo intelectual para explicar, defender y justificar las creencias del cristianismo mediante el uso de la razón, la evidencia y la reflexión filosófica.
El debate, en cierto sentido, tiene el objetivo opuesto: corregir errores de aquellos dentro de la Iglesia. El discurso puede y debe llevarse a cabo en el espíritu de la caridad cristiana. San Jerónimo, uno de los Padres de la Iglesia, no dejó un conjunto específico de consejos para discutir, pero sus escritos y enseñanzas proporcionan ideas de donde podemos deducir una serie de principios sobre cómo manejar los debates doctrinales entre católicos.
En primer lugar, el objetivo del diálogo es corregir una idea, no atacar a una persona. San Jerónimo enfatiza la importancia de la caridad cristiana y el respeto hacia los demás. Aconsejaba abordar las discusiones con un corazón lleno de amor y compasión.
San Jerónimo también acentuaba que es necesario un conocimiento profundo sobre la materia en cuestión. Pero aparte de eso, cerrarse y asumir que tu prójimo no tiene idea de lo que está hablando es un error. Pídele que explique su razonamiento y escucha con paciencia. Responde con cortesía cuando llegue el momento de hacerlo. Un entendimiento sólido fortalece la posición y la capacidad para presentar argumentos de manera efectiva.
Es imprescindible, y así también lo aconsejaba San Jerónimo, evitar la ira en las discusiones. La ira puede nublar el juicio y obstaculizar la capacidad de comunicarse de manera efectiva.
Está claro que promover la verdad es uno de los objetivos del debate, pero el objetivo principal debería ser llegar a la verdad y no simplemente vencer argumentalmente en la discusión, sino construir una relación con el prójimo.
Queda claro que donde la Palabra de Dios habla con claridad, tenemos la obligación de obedecer, defender, y proclamar la verdad que Él nos ha dado y deberíamos hacer eso con una autoridad que refleje nuestra convicción.
Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros. (Mt 10,20)
Quizá la clave esté en la humildad para afrontar la conversación, sin olvidar encomendar las discusiones a Dios, pidiendo sabiduría y guía para expresarse de manera justa y persuasiva.
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