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Forjar la imaginación

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El día que Fernando de Aragón pidió matrimonio a Isabel de Castilla se estaban uniendo políticamente dos reinos. En Valladolid se forjó la que años más tarde sería una corona universal y antesala de esta España nuestra. Aquel extender la mano de Isabel, aquel arrodillarse y besarla de Fernando, suponen todavía una de las mayores gestas históricas que ha conocido Occidente. Con ese «sí, quiero» llegó la evangelización de medio orbe, la unidad política y religiosa de la Península, y la exportación de un modo de entender la vida −el cristianismo mediterráneo− que todavía pervive en lugares insospechados.

Pero no fue sólo eso. Más allá de todo cálculo histórico, ventajismo político y preferencias familiares, lo cierto es que en su promesa hubo, como en todas, un factor determinante: la imaginación. Podemos pensar que antiguamente se concertaban matrimonios bajo una lista exhaustiva de argumentos, beneficios y desventajas, acaso riesgos y oportunidades −los modernos llaman DAFO a lo que toda la vida se había llamado conveniencia−, pero siempre hubo épica de fondo, la imaginación tenía su lugar. Nadie va a un frente de batalla, como tampoco nadie hinca rodilla en tierra, por un inventario de razones. Hace falta algo más.

Con su capacidad frenética de generar imágenes, ilusiones e ideales, nuestra imaginación ejerce sobre nosotros un poder teúrgico.

La imaginación, por tanto, aparece como recurso inevitable de nuestro ser. Nos acompaña en el sentir y en el pensar, en el querer y el desear. Cuántas veces pesa más que el más refinado de nuestros razonamientos, cuánto nos zarandea en el momento de tomar una decisión. Con su capacidad frenética de generar imágenes, ilusiones e ideales, nuestra imaginación ejerce sobre nosotros un poder teúrgico. Si la conciencia es la voz de Dios en nosotros, la imaginación podría ser algo así como la respuesta del hombre en nosotros, aquella que explora todas las posibilidades dentro del marco de lo real. Y aquella que a veces escapa incluso de lo posible.

Nuestra imaginación, por tanto, nos ayuda a deliberar, o más bien, nos obliga a ello. Por eso una imaginación desordenada deforma nuestra percepción de la realidad. Sin orden no hay forma. Y también por ese motivo una imaginación forjada en el orden nos ayuda a enfrentar los desafíos de nuestro tiempo, qué casualidad, imaginativamente, esto es, como ellos requieren.

¿Pero cómo podemos forjar nuestra imaginación? ¿Qué recursos tiene el hombre para ordenar esta voz en nosotros que tanto nos determina?

La respuesta está en la tradición. Las imágenes, figuras e ideales de nuestra tradición, esa voz humana que ha ido dando respuesta a los embrollos de cada tiempo, siempre dentro del marco de la conciencia, son la mejor herencia que hemos podido recibir de nuestros antepasados. Esas imaginaciones condicionantes, por decirlo de algún modo, delimitan y alumbran la nuestra; lo que nos ha traído hasta aquí tiene la capacidad de decirnos, precisamente, qué es valioso, qué debe permanecer, dónde debe situarnos nuestra imaginación.

la herencia milenaria de nuestros antepasados, purifica nuestra imaginación y nos sirve de firme sostén en el ejercicio de la nuestra.

La poesía de nuestros clásicos −de Homero a T.S. Eliot−, los frescos de nuestros mejores pintores −del imaginativo El Bosco a Sorolla−, la escultura de nuestros mayores −de Miguel Ángel a Giacometti−, la filosofía de nuestros pensadores −de San Agustín a Edith Stein−… y así podemos seguir con la arquitectura de nuestras ciudades, las melodías de nuestros músicos, el derecho de nuestros juristas y tanto más. Todo eso, la herencia milenaria de nuestros antepasados, purifica nuestra imaginación y nos sirve de firme sostén en el ejercicio de la nuestra.

Sólo hay una mala noticia. Al igual que la luz de los clásicos alumbra nuestra imaginación y nos permite gobernarla, la oscuridad de nuestro tiempo también la puede opacar. Por muy intrascendentes que parezcan, no podemos dejar de señalar la trascendencia de forjar la imaginación a base de nuestras referencias modernas. Consumir series basura, caminar por exposiciones de arte feo y desfigurado, contemplar con nuestros ojos la crudeza de la pornografía, recorrer nuestras ciudades bajo la sombra de arquitecturas imposibles, descansar de nuestras obligaciones con un ocio deshumanizado, mover nuestro espíritu al sonido de melodías nauseabundas… Tan pronto como se arma una imaginación valiosa puede caerse todo el andamiaje.

La imaginación de nuestros mayores, que aún puede forjar la nuestra, no es solo don, sino tarea. Recuperar una mirada esperanzada hacia nuestra tradición se vuelve urgente frente a la fealdad de las imaginaciones modernas. San Agustín, privilegiado conocedor de ello, nos ofrece un consejo todavía valioso: «Decís vosotros que los tiempos son malos. Sed vosotros mejores, y los tiempos serán mejores: vosotros sois el tiempo». Fernando e Isabel fueron mejores, y su tiempo así lo demostró.

¿Pero cómo podemos forjar nuestra imaginación? ¿Qué recursos tiene el hombre para ordenar esta voz en nosotros que tanto nos determina? Compartir en X

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