“¡Que Dios te bendiga!”, te acogen algunos en España, mientras tus amigos catalanes te escupen que tu boca apesta. Lo que no saben los primeros −y si lo saben, no lo asumen− es que no eres especialmente español, ni los segundos asumen −porque les va el trinque− que aquel día te olía mal la boca a consecuencia de una medicina-bomba que ellos sabían que estabas tomando, y precisamente por tomarla van a desacreditarte en Cataluña, en España y en el mundo. El caso es pasarte ellos por el forro y colocársete encima (o intentarlo), aunque la propia dinámica de tu vida los mantiene siempre debajo. ¡Siempre! ¡Nunca consiguen superar tus andanzas!
Sucede que ellos apestan a perro noche y día, pues se permiten tantas confianzas con sus canes que hasta se morrean mutuamente −morro a morro−, por más que pretendan negar la evidencia. Se sitúan −o intentan situarse− en tierra de nadie, para justificar sus cuitas y debilidades. No asumen que, si haces algo, ya lo has hecho, y que cada uno de sus actos tiene consecuencias, por las que es justo y hasta debido que −un día u otro− hayan de pagar por sus promiscuas bestiadas. Porque no solo reluce como el día su obsceno bestialismo con sus mascotas, sino que incluso alcanzan a tocarte los morales a la espera de que tú les reconozcas su pretendida gloria; aquella gloria de pringosa apariencia que por ser pringosa quieren creer que brilla.
¡Es de sensación! Cuando te llaman tratando de sentar sentencia, no consiguen sino insistir en su pretensión de ser lo que no son, solo porque cuatro gatos maullados les han aupado con herencias que les hacen creer que son los dioses del Olimpo, pero viven como meros vergonzantes que, habiendo sido unos de nosotros, señalan a su oponente como lo que ellos son y han sido toda su vida: fatua complacencia; eso sí, sin que se note, que si no, no tiene gracia. Son aquellos mamotretos que van de valientes, cuando no pasan de temerarios paranoicos que abusan de los pequeños e indefensos del redil, solo porque estos no tienen recursos para mantener el tipo, del que aquellos cobardes adinerados abusan.
Sí, hermano, mi hermana del alma, guárdate de los seres que viven de las jactanciosas sonrisas que repintan con colores que otros reciclan de lo que directa y temerariamente recogen de los contenedores de sus pestilentes vertederos de una vida denigrada, en que con la “exclusividad de marca” del domingo se revuelcan mascota-va-mascota-viene, glorificándose entre ellos en sus adocenados cubículos, tratando de maquillarlos como si fueran esterilizados boxes de urgencias, donde repartir como palomitas al aire en una tarde de cine una sanidad que les sale cara, pues, por más que entre ellos se la sufragan, el caso es que por negar, hasta niegan la paga a los currantes a quienes les corresponde, puesto que “el agua no cae del cielo”. ¡Y a cortar por lo sano!
¡Ay, hermano; ay, mi hermana del alma! Hemos llegado a negar la Verdad de las cosas sustituyéndola por la gran Mentira que nos invade, pues ahora resulta que no, que finalmente la ciencia demuestra que los niños no vienen de París, sino que se recrean en los vientres de criadas a sueldo de los sicarios que desde sus despachos imponen fardos a la denigrada plebe, de la que ni ellos están dispuestos a tirar del carro para eliminarlos del público erario: sencillamente, los abortan, y santas pascuas.
Os preguntaréis, amigas y amigos del desgobierno, de dónde viene tanta catalanidad y tanto españolismo, pero si abres los ojos, advertirás fácilmente que se entienden entre ellos a puerta cerrada, porque lo que pretenden es encerrarte a ti en el manicomio en nombre de una “sanidad pública”, y a tu costa, someterla en nombre de tu supuesta esquizofrenia, aquella que te etiquetan por contradecir su dictamen jurisprudente y con cuya denuncia pretenden justificar su paranoia. Pues resulta que −por más que también lo nieguen− si los niños, a pesar de todo, vienen de París −así es la Naturaleza de tozuda y machacona−, y ya que de verdad el agua viene del cielo −como cayó ayer inesperada sobre su techumbre rápidamente damnificada−, será que habrá que pedir agua y pedir niños al Dios clemente por misericordia, pues si no, nos quedaremos sin niños y sin agua.
Es evidente. Pero como han desterrado a Dios de su partido, ni el quid pro quo alcanzan a comprender. Se limitan a berrear, hasta que el pequeño e indefenso −en silencio, sin que nadie lo note− engorde a crianza de su Dueño, el Dios Omnipotente y Señor Nuestro que lo creó y todo de la nada, al tiempo que a ellos los deje en paños menores sin nada, mientras al pequeño y a los demás pequeños ignorados −sometidos por ellos− les dará su Gloria eterna. Es ley de vida: a cada uno, según sus obras. ¡Y a parir!
Twitter: @jordimariada
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