Nos hemos habituado a escuchar, y ahí reside el problema, con una insistencia casi hipnótica, que vivimos un en «cambio».
Se nos dice que todo está mutando, que las viejas estructuras han quedado caducas y que el tiempo nuevo exige una renovación radical de pensamiento y costumbres.
Pero, a fuerza de repetirlo, parece que hemos perdido la capacidad de ver los signos reales del presente. Lo que se nos vende como una «lectura de los tiempos» no es más que una construcción ideológica, una interpretación cerrada que no admite discusión.
Goethe advertía que aquel que no puede dar cuenta de los últimos tres mil años está condenado a vivir en la oscuridad, sin comprender el presente. Y, sin embargo, hoy no es que se ignore la historia antigua, sino que apenas se percibe el sentido de lo que ocurrió hace diez o veinte años.
Sumidos en una cultura de la cancelación que borra lo incómodo, aturdidos por el wokismo, vivimos en un perpetuo presente, sin referencias para entender hacia dónde caminamos.
Pero, ¿no se pueden atisbar signos de cambio real? Tal vez, aunque no en la dirección que marcan los ideólogos del «cambio».
Vivir como cristianos
En el libro del profesor Leonardo Lugaresi, «Vivir como cristianos en un mundo no cristiano» no se hace es una nostalgia de tiempos idos, sino una reflexión sobre cómo los primeros cristianos aprendieron a moverse en un entorno hostil sin dejar de ser ellos mismos. En tiempos de persecución y paganismo, lograron sostener la fe sin fusionarse con el mundo ni encerrarse en guetos. Es un testimonio que debería iluminar nuestra situación actual: los cristianos de hoy no se enfrentan a leones en la arena, pero sí a una presión constante para diluir su identidad en el ácido de lo «políticamente correcto».
Por otro lado, un texto del cardenal J. De Kesel refuerza la idea de que la fe en las sociedades seculares es una elección personal, ya no un reflejo de la cultura. ¿Pero es esto realmente cierto?
Newman, en su «Consultación de los fieles en materia de doctrina», ya había advertido que hubo momentos en la historia donde la fe se sostuvo no gracias a la jerarquía eclesiástica, sino por la tenacidad de los laicos. Y es que el pueblo de Dios, cuando es catequizado y fiel, resiste a las modas ideológicas del momento.
Confusión social y esperanza
El problema es que ese pueblo hoy está siendo sistemáticamente desorientado.
La cultura dominante, a través de los medios, la educación y las redes sociales, modela su conciencia para que acepte sin chistar el discurso impuesto. En las escuelas, por ejemplo, los jóvenes reciben «formación» sobre aborto, género y sexualidad sin criterio ni respeto por sus valores familiares. Y si los padres preguntan, se encuentran con una muralla de silencio o desprecio.
No es casualidad: los ingenieros de la nueva mentalidad saben que para transformar la sociedad hay que quebrar sus cimientos.
Pero a veces, en los lugares más inesperados, emerge algo que rompe con el discurso dominante. Este año, en el festival de Sanremo en Italia, un espectáculo que suele ser un escaparate de la corrección política, una canción logró conmover y superar la mediocridad ideológica acerca de la eutanasia. Hace unas semanas en el programa de televisión español «Got Talent» se habló de la fe como pilar fundamental de la vida, con una canción de dedicada a Jesús. Esos momentos de autenticidad, en los que la belleza y la verdad se abren paso, son signos de esperanza.
Porque el cambio de época no es una consigna propagandística que confirma los dogmas de quienes se creen los dueños del pensamiento.
El verdadero cambio es reconocer los signos de los tiempos, y estos no se ajustan a los moldes prefabricados de ninguna agenda. Como dice Isaías: «No recordéis las cosas pasadas, no penséis en lo antiguo. He aquí que hago algo nuevo, ¡ya está brotando, ¡no lo percibís?» (Is 43: 18-19).
No será la ideología de ciertos académicos, ni los estribillos de los medios a sueldo del pensamiento dominante quienes nos mostrarán el camino. Será la experiencia de lo real, de la vida vivida con plenitud, del amor y la belleza. Como decía Ítalo Calvino, el infierno no es un destino futuro: es lo que construimos cuando aceptamos el engaño sin resistir.
Pero siempre hay otra opción: reconocer aquello que no es infierno y darle espacio. Y en ese gesto, simple pero audaz, comienza el verdadero cambio.