El mundo no va bien. Parece como si sufriéramos una caída desde lo alto del despeñadero. El terreno es pedregoso, con escarpados de vértigo y profundos roquedales; la altura es abismal; el tiempo, desabrido; el ambiente, displicente y hasta ponzoñoso. ¿Nos queda algo por descubrir? ¡Lo hemos probado todo!
Cierto. El mundo va mal. No obstante, se nos abren delante magnas oportunidades que retan nuestra perseverancia, nuestra implicación y nuestro ingenio. Es apasionante vivir tantas contradicciones, que, si sabemos dilucidarlas, observaremos que tienen todas una misma raíz, por lo cual el remedio, por más secreto y complejo que parezca ser, será más global y determinante para la consecución de un mundo nuevo.
Eso sí, no debemos cometer el mismo error que nos ha llevado a creernos los dioses en el Olimpo: la soberbia. Para ejercer nuestro ministerio renovador de seres humanos sensatos, deberíamos acometer el mal en lo profundo y amputar las raíces muertas que se han secado y estorban. Cortar y desechar. Ahí, en las calderas de la sala de máquinas, es necesario remediar las arterias responsables de la succión de las virtudes terreras que se convertirán en la savia que ascenderá hacia la luz del sol e impulsará el crecimiento de la planta.
Sí. Es apasionante sembrar la buena semilla y regarla cada día con los cariños de madre buena, y podarla aunque le duela para que pueda crecer con mayor presteza y lozanía. Es emocionante lanzarse ladera abajo surfeando sobre la nieve virgen de las cumbres que aún conservan su frescura. Son aquellas cumbres que reclamaban nuestra mirada cuando buscábamos la Belleza, pero nos dejamos seducir por la artificiosidad de un descenso acomodaticio, vago y vano que nos halagaba los sentidos al tiempo que con su libidinosidad pasiva nos intoxicaba. Es exuberante el sentimiento de sentirse abriendo caminos donde abunda la desolación hecha zarzal.
Es impresionante, pero no es fácil. No estamos exentos de peligros. El Mal sigue siendo el Mal, por más que algunos pretendan hacerlo pasar por el Bien, y los enemigos del Bien están más insidiosos, organizados y tenaces que nunca. El Mal acecha al Bien, y el día se ha vuelto noche para gran parte de la población perdida entre las tinieblas de su propia ensoñación, dirigida y narcotizada por los poderes que en nombre de la libertad les carcomen sus entrañas. “¡Tú eres el rey!”. Así es como se creen que lo son. Jesús nos lo advirtió: “Cuando venga [el Hijo del hombre, el auténtico Rey], dejará convicto al mundo con la prueba de un pecado, de una justicia, de una condena” (Jn 16,8). Y vendrá.
Ya ves, hermano, mi hermana del alma. Por más que nos digan que el mundo se acaba, seguimos vivitos y coleando… y mañana lo estaremos más que hoy. El mundo no se acaba. Quieren que lo pensemos para que no valoremos nada por lo que de verdad es y vale. El mundo se renueva. Lo renovaremos nosotros de manos del Mesías Rey. Vamos de cabeza al abismo, sí, pero en cuyas gargantas descubriremos la Verdad, esa que nos emborrona el poder de una organización social podrida desde la misma voluntad de los espíritus depauperados que, por no creer ya en Dios, se abalanzan sobre cualquier doctrina con que se dejan adoctrinar, creyéndose que en ellas hallarán lo que de Dios han rechazado. Así es como se dejan manipular con trasnochadas ingenierías supremacistas.
¡No te lo creas! No es cierto que lo hayamos probado todo. Podría ser peor. El demonio, el mundo y la carne han dejado extenuada a la población que magnetizaban, fascinada por la seducción de la novedad y la hipnotización del ego. Pero su ceguera empieza a desear volver a ver el sol. No es cierto que no haya camino. ¡Debemos saber caminarlo! Pero ¿cómo creer ya en algo? ¿Cómo esperar, si ya hemos perdido toda esperanza? ¡Abramos los ojos, el sol está naciendo!
Esperanza contra toda esperanza. Nadando contra corriente. Trascendiendo el yo y superando la contradicción de hechos y personas. Así, tras la iluminación del Espíritu (que no de espejismos humanos ni infernales), descubriremos que nos queda por descubrir la faz amorosa del Dios que nos ha creado, el único Ser por el que merece la pena dar la vida. No es una vida ensimismada ni una muerte anticipada como las de los enemigos del alma; es la Vida con mayúscula, que, cuando se da, crece dentro y fuera y se comunica contagiosa, y cuando menos te lo esperas se recupera con creces. Esa Vida se llama Amor −con mayúscula−, responsable último de la misma, y el único que llena el corazón, el alma y el espíritu no con artificio, sino de verdad, porque el Amor es la Verdad. ¿Qué te parece? ¿Lo damos?
Twitter: @jordimariada
El Mal acecha al Bien, y el día se ha vuelto noche para gran parte de la población perdida entre las tinieblas de su propia ensoñación, dirigida y narcotizada por los poderes Share on X