Escribo lo que sigue indignado por el silencio, una vez más, de los grandes medios de comunicación ante una nueva y grave barbaridad de la ministra Irene Montero. Digo indignado, no sorprendido. Desgraciadamente, estamos acostumbrados a constatar cómo la mayoría de los medios de comunicación españoles han dejado de defender principios sustanciales del ser humano y aceptan sin rechistar todo cuanto vaya degradando a la persona. Muchos incluso son impulsores de que ello así suceda. Otros, obsesionados en la espuma superficial de la información, no saben detectar la gravedad de determinadas corrientes de fondo.
Esta vez Irene Montero ha declarado que los niños y las niñas pueden mantener relaciones sexuales con quienes les apetezca. Es decir, “ancha es Castilla” en la sexualidad. Vale todo. La ministra solo pone la condición de que tales relaciones sean “consentidas”.
Estos planteamientos están en la misma línea de una ley anterior, del solo “sí es sí” en las relaciones sexuales, aunque ahora da un paso más aplicándola a menores. Y también de la ley trans. En ello no se le pude negar coherencia, aunque sea en promover la depravación.
No deja de ser grotesco que unos menores que han de pedir la autorización escrita de sus padres para poder ir de excursión al campo o a visitar una fábrica cuando van a salir con su colegio o instituto, pueden abortar sin consultar a sus padres, cambiar de sexo si resulta que en un momento determinado se sienten “en un cuerpo incorrecto” o liarse sexualmente con quienes se lo pidan. Todo ello, eso sí, consintiéndolo.
La ministra tiene, entre otros, algunos serios problemas. En primer lugar su amoralidad. No sabe distinguir el bien del mal. Desconoce que hay acciones que pueden ser malas en sí mismas, haya o no consentimiento de quien las realiza o de otros.
Es, de otro lado, una obsesa del sexo. No sé si es así a nivel personal, pero sí mentalmente. Toda política de cuanto hace va en la línea de la sexualización, y en las formas menos lógicas.
Tampoco la ministra tiene el menor conocimiento de la naturaleza humana. No solo en lo sexual. No sabe, por ejemplo, que los menores, los adolescentes, son inmaduros. Por tanto, sus acciones, deseos o propuestas deben pasar tamices, no pueden actuar cómo les viene en gana. Esto es válido y aplicable también para cualquier adulto, pero mucho más para los menores. Además, estos pueden ser con mucha facilidad víctimas de adultos que se aprovechen de ellos, aunque consientan.
Estoy convencido que en el sustrato psicológico personal de la señora Montero hay un inmenso vacío emocional. Ni sabe amar ni se ha sentido amada. Una persona, y más una mujer, que ama a otros y que se ha sentido amada en su vida no polariza su actuar en el sexo y en las más bajas pasiones. Sabe que el uso correcto del sexo no se puede desligar del amor. Por ello la formación sexual, y todo lo relacionado con el sexo, debe estar enmarcado en el concepto integral de la persona. Para Montero, la sexualidad está en las desviaciones, a las que se da, además, carta blanca.
Y un pequeño apunte: no criticamos a la señora Montero por ser mujer, como afirman sectores feministas asilvestrados en conjunción con serviles turiferarios del Gobierno. Criticamos a la señora Montero por acciones, propuestas y declaraciones que consideramos perversas, al margen del sexo -o del género si prefiere este vocablo- de quien las promueva.
Criticamos a la señora Montero por acciones, propuestas y declaraciones que consideramos perversas, al margen del sexo -o del género si prefiere este vocablo- de quien las promueva Share on X
1 Comentario. Dejar nuevo
No es amoral. Es inmoral. Sí distingue el bien del mal. Sabe de lo que habla. Y lo habla con el fin de causar perjuicios sociales.
Además de que vive obsesionada por ser notada.
Montero es la versión mejorada de Shulamith Firestone,
Y lo peor, sus hijos no podrán defenderse de la mofa, el rechazo y el desprecio de los que quieran echarles en cara lo que ella proponía y favorecía.
Montero no será motivo de orgullo para sus hijos. Y para ellos será una carga muy pesada el ver que todos los hijos se sienten justificadamente orgullosos de sus madres… mientras que ellos, los Iglesias—Montero, no.