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La educación en el Magisterio de la Iglesia (I)

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Que la educación está en grave crisis es criterio común entre observadores y analistas, con independencia de la ideología que se profese. La crisis es fácil de comprobar inquiriendo la deriva de las sociedades modernas, cuyos frutos no satisfacen ni siquiera a los menos exigentes. Las consecuencias sobre los derechos fundamentales y en el bien común provocan, en las personas de bien, una reacción instintiva de repulsa.

¿Será un problema de educación?

Nunca en la historia se han dedicado tantos recursos materiales y humanos a la educación[1], y nunca la humanidad ha sido tan individualista e insensible a las injusticias[2], salvo cuando uno mismo es víctima de la opresión.

No parece el problema una cuestión de recursos.

El problema está en el objetivo de la educación, que no busca la formación integral del hombre porque ignora la verdad del hombre. Por eso, todas las reformas educativas que se suceden en España en virtud de la victoria electoral del partido político de turno, intentan en vano encontrar soluciones técnicas a un problema esencialmente antropológico y en consecuencia también ético.

Se confunde la educación con la instrucción académica o profesional. Se confunde la educación con la disciplina. Se confunde la educación con la formación más o menos científica. Porque se confunde la parte con el todo[3].

Todo ello y mucho más forma parte de la educación. Pero lo académico o profesional, la disciplina y el cultivo de la ciencia, siendo importantes, no son el principal objetivo de la verdadera educación[4].

El magisterio del Papa León XIV

El Santo Padre León XIV ha publicado el pasado 27 de octubre la Carta apostólica Diseñar nuevos mapas de esperanza, con ocasión del LX aniversario de la declaración conciliar Gravissimum educationis. Tanto el Concilio como el Papa León XIV han reafirmado las líneas maestras del magisterio de Pío XI sobre la educación, que aparece en la encíclica Divini illius magistri (1929) sobre la educación cristiana de la juventud.

Dice el Papa que la educación «ha sido siempre una de las expresiones más altas de la caridad cristiana»[5]. El Concilio ha subrayado que la educación en la Tradición de la Iglesia no es una actividad accesoria, sino que constituye el tejido mismo de la evangelización[6]. Las numerosas obras y carismas que han surgido a partir del propio Concilio han consolidado el patrimonio espiritual y pedagógico de la Iglesia[7].

El Evangelio ha suscitado a lo largo de la historia múltiples experiencias educativas, capaces de interpretar el signo de los tiempos, «de custodiar la unidad entre la fe y la razón, entre el pensamiento y la vida, entre el conocimiento y la justicia»[8]. «La historia de la educación católica es la historia del Espíritu en acción». Los variados estilos educativos según las necesidades de cada época manifiestan una misma concepción del ser humano como imagen de Dios, llamado a la verdad y al bien, y un pluralismo de métodos al servicio de esta llamada[9].

Desde los Padres del desierto, con una pedagogía de la mirada que reconoce a Dios en todas partes, pasando por san Agustín, que injertó la sabiduría bíblica en la tradición grecorromana, o por el monacato, que custodió viejos saberes y ciencias, hasta llegar a las universidades, que las órdenes mendicantes convirtieron en la máxima expresión del saber especulativo y científico, la Iglesia ha sido faro de luz en la historia para el bien de la humanidad[10], llevando la educación a los más necesitados[11].

Entre los rasgos de la educación cristiana, el Papa destaca la conjunción de esfuerzos entre la escuela, el estudiante, la familia, la Iglesia y la sociedad civil. En segundo lugar, citando al nuevo Doctor de la Iglesia, san John Henry Newman: «la verdad religiosa no es solo una parte, sino una condición del conocimiento general»[12]. En tercer lugar, la armonización de la fe y la razón[13]. En cuarto lugar, la familia como primera escuela de la educación[14]. En quinto  lugar, la formación cristiana abarcadora de todas las dimensiones de la persona: espiritual, intelectual, afectiva, social, corporal, frente a una concepción utilitaria de la educación[15]. En sexto lugar, la educación como aprendizaje de virtudes y no solo transmisora de contenidos[16]. Y en sexto lugar, la necesidad de que cada disciplina se desenvuelva impregnada de una visión cristiana, conjugando en la docencia lecciones y testimonio de vida, en una responsabilidad vocacional que va más allá de la dimensión contractual del trabajo[17].

El Santo Padre ha reivindicado dos aspectos del Concilio, especialmente relevantes, que obligan tanto a la familia como al Estado: el rechazo de una concepción mercantil de la educación, y el sagrado derecho de los alumnos a una recta formación moral[18].

Toda educación integral debe buscar la formación de las nuevas generaciones no sólo en la dimensión académica, profesional o espiritual, sino también en la dimensión política como miembros de la sociedad civil en orden al bien común. Por eso, la búsqueda de la justicia social, el respeto a la naturaleza, el ser humano como fin de las instituciones…, están entre los objetivos de la educación[19].

La Iglesia tiene hoy algunos retos[20] que no tuvo en otros tiempos, pero también retos comunes con todas las épocas. Como san Ignacio de Antioquía (siglo II) en sus Cartas a las Iglesias de Asia Menor, el Papa León XIV pide unidad a la Iglesia en su acción educativa pese a la diversidad de metodologías y carismas[21].

Finalmente, León XIV ha puesto el acento en dos aspectos. Uno es el Pacto Educativo Global que el Papa Francisco promovió hace cinco años. Son momentos graves de emergencia educativa y evangelizadora. Al igual que el Papa Benedicto XVI propuso una ética civil mínima en favor de una justa convivencia a partir de la Ley Natural, o Monseñor Guerra Campos sugirió una invariante moral[22] básica para revertir una dinámica abocada a la corrupción y las injusticias, el Papa busca también un pacto con el mundo para intentar salvar los elementos más sobresalientes de nuestra civilización[23]. Puede que la propuesta parezca candorosa, pero obedece a la virtud de la prudencia, buscando evitar males mayores.

Y dos, en relación con el aspecto anterior, León XIV insiste en la necesidad de diálogo con el mundo. La Iglesia lleva pidiendo este diálogo desde el Concilio, encontrando incomprensión dentro y fuera de la Iglesia. Algunos católicos entienden este diálogo como renuncia a cuestiones fundamentales en aras de la unidad formal o estética. Sería un diálogo con el mundo haciéndose del mundo. Algunos católicos promueven este modelo de diálogo contrario al Evangelio que destruye la identidad cristiana.

Pero otros católicos lo rechazan a priori porque entienden que nada hay que dialogar porque la Iglesia es depositaria de la verdad. Sin embargo, toda acción misionera implica algún tipo de diálogo. Precisamente quienes así piensan no han entendido ni las razones que motivaron la convocatoria del Concilio ni los fines pastorales del Concilio, que no son otros que la reactivación de las energías misioneras de la Iglesia para combatir un ateísmo creciente, como no hemos conocido en la historia, y que nos hace vislumbrar un futuro inmediato suicida[24].

El Papa anima a los cristianos a un esfuerzo de renovación constante en sus maneras de presencia y de servicio, para responder desde la fidelidad al Evangelio, como Tradición viva, a la vocación educativa de la Iglesia, sal y luz del mundo[25].

La verdadera educación

Las consecuencias de confundir el objetivo último de la educación es uno de los errores dramáticos de nuestro tiempo. Equivale a confundir los fines con los medios, convirtiendo las acciones humanas en obras vanas que no alcanzarán la meta necesaria.

Un error de planteamiento en la educación condena a las generaciones del futuro a la ignorancia sobre lo mejor de sus tradiciones y sobre sí mismos, para desembocar en una sociedad infecunda.

«La verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades»[26]. Este fin último del ser humano, que Aristóteles denominaba causa final, se refiere a su felicidad y a su salvación eterna.

Expulsar de las aulas las máximas aspiraciones naturales del ser humano es imperdonable, en la medida que dificulta la plenitud de la vida humana e impide un orden social justo, frustrando, en muchos casos para siempre, el anhelo y derecho sagrado a una existencia satisfactoria que, además, va más allá de la vida terrenal. Estos principios no son recuerdos del pasado[27], sino que tienen permanente actualidad en la medida que la naturaleza humana es invariable.

En su condena del nazismo, el Papa Pío XI advertía que desterrar de la escuela y de la educación el sentido sobrenatural y escatológico es camino seguro al embrutecimiento y la «decadencia moral»[28].

Por eso, toda verdadera educación debe cultivar el conocimiento de la verdad sobre el hombre, la caridad como exigencia ética para la perfección humana, el sentido de la responsabilidad en la vida para alcanzar la verdadera libertad, una «positiva y prudente educación sexual», y una cuidadosa preparación cívica y política para participar adecuadamente en la vida social[29].

Porque la principal labor del educador es formar criterios que permitan discernir lo verdadero de lo falso, atendiendo a la doble realidad humana, física y espiritual, y a su doble vocación social y sobrenatural, en una visión de conjunto que permita una recta interpretación de los problemas particulares[30].

Pío XII lo dijo con estas palabras: «La educación tiene en el orden natural como contenido y finalidad el desarrollo del niño para que llegue a ser un hombre completo. (…) Queremos, pues, hablar de lo que hay de más profundo e intrínseco en el hombre: su conciencia. A ello nos ha inducido el hecho de que algunas corrientes del pensamiento moderno comienzan a alterar su concepto y a impugnar su valor. Por consiguiente, trataremos de la conciencia como objeto de la educación. (…) Formar la conciencia cristiana de un niño o de un joven consiste, ante todo, en instruir su inteligencia acerca de la voluntad de Cristo, su ley, su camino, y, además, en cuanto desde fuera puede hacerse, para introducirla al libre y constante cumplimiento de la voluntad divina. Este es el deber más alto de la educación»[31].

No hay por lo tanto una verdadera educación que no sea cristiana[32].

Efectivamente, decía el sociólogo don Severino Aznar Embid, sin enseñanza religiosa no hay educación moral[33].

El Concilio establece al menos siete condiciones para que la educación sea auténticamente cristiana. Implica una concienciación del don recibido con la fe, el conocimiento gradual del misterio de la salvación, la experiencia genuina de adoración a Dios Padre en la liturgia, la práctica de la virtud cardinal de la justicia, la formación de la conciencia como preparación a la santificación personal, la preparación para la búsqueda de la vocación divina[34], y el espíritu de apostolado[35].

El objetivo inmediato es la búsqueda del perfeccionamiento humano, tendiendo a Cristo como modelo, en aras del crecimiento del Cuerpo Místico[36], del que depende la prosperidad y la salvación del mundo. Porque no hay otro método que la educación cristiana para formar un buen ciudadano[37].

La libertad de enseñanza es un punto de partida, no de llegada

Es cierto que los padres tienen el deber y el derecho a la educación de los hijos frente a la injerencia injusta del Estado. Se trata de una enseñanza imperecedera de la Iglesia como un derecho natural[38] que afecta al primer fin del matrimonio[39] y que tiene directa influencia en el bien común y la prosperidad de la sociedad[40].

Sin embargo, este magisterio se ha convertido en un eslogan insuficiente cuando apela solamente al libre albedrío de los padres, como mera reacción a una concepción jacobina del Estado, oscureciendo otras dimensiones complementarias y necesarias como son los deberes paternos, los derechos de los niños o la salud moral del ambiente social. Son dimensiones que el propio magisterio de la Iglesia establece como condición para que la educación cristiana sea sólida, integral y fecunda.

Son dimensiones olvidadas porque resultan incómodas de proclamar y problemáticas de ejecutar en la medida que cuestionan las raíces del sistema político vigente. Y lo controvertido e impopular se aparca sine die con el argumento de que tienen mayor urgencia otras consideraciones. Esto es una media verdad. Siendo en parte cierto, la doctrina cristiana es una unidad orgánica, porque el designio de Dios afecta a todas las cosas[41].

Si la libertad de enseñanza sólo es un punto de partida, ¿Cuál es entonces el punto de llegada?

El Papa León XIII lo dejó dicho para siempre: «Respecto a la llamada libertad de enseñanza, (…) solamente la verdad debe penetrar en el entendimiento, porque en la verdad encuentran las naturalezas racionales su bien, su fin y su perfección; por esta razón, la doctrina dada tanto a los ignorantes como a los sabios debe tener por objeto exclusivo la verdad, para dirigir a los primeros hacia el conocimiento de la verdad y para conservar a los segundos en la posesión de la verdad. Este es el fundamento de la obligación principal de los que enseñan: extirpar el error de los entendimientos y bloquear con eficacia el camino a las teorías falsas.

Es evidente, por tanto, que la libertad de que tratamos, al pretender arrogarse el derecho de enseñarlo todo a su capricho, está en contradicción flagrante con la razón y tiende por su propia naturaleza a la perversión más completa de los espíritus.

El poder público no puede conceder a la sociedad esta libertad de enseñanza sin quebrantar sus propios deberes. Prohibición cuyo rigor aumenta por dos razones: porque la autoridad del maestro es muy grande ante los oyentes y porque son muy pocos los discípulos que pueden juzgar por sí mismos si es verdadero o falso lo que el maestro les explica»[42].

La educación, una obra conjunta de la familia, la Iglesia y el Estado

La familia es una sociedad necesaria y, aunque sociedad «imperfecta»[43], es principio de la sociedad y del Estado[44]. Para el nacimiento y desarrollo del ser humano, Dios ha dispuesto en su Providencia tres instituciones, dos de orden natural (la familia y el Estado), y una tercera de dimensión sobrenatural (la Iglesia). Estas tres instituciones están llamadas por el propio Creador a desenvolverse armónicamente al servicio del hombre[45].

La familia ha sido instituida por Dios para su fin específico: la procreación y la educación de los hijos, con prioridad de naturaleza y derechos sobre el Estado. Dios comunica la fecundidad a la familia en el orden natural (principio de vida), y por añadidura el derecho-deber de instrucción para la vida (principio de educación) y la autoridad de los padres sobre los hijos (principio del orden)[46].

La autoridad de los padres, como toda autoridad[47], deriva de la autoridad de Dios Padre, Señor de todo cuanto existe[48]. La Iglesia ha condenado reiteradamente la tesis del matrimonio y la familia como instituciones puramente civiles y convencionales[49]. Ni siquiera compete en exclusiva al Estado la regulación jurídica del matrimonio, cuyos derechos naturales son anteriores al propio Estado[50].

El Estado, llamado a perfeccionar la institución familiar, le debe no sólo respeto sino también tutela. Respeto a la patria potestad, que no puede ser suprimida ni absorbida por el Estado[51]. Y tutela, que consiste en la obligación del Estado de procurar condiciones sociales óptimas para que la familia pueda desarrollarse como unidad económica, jurídica, moral y religiosa[52], que la Iglesia resume con las expresiones «espacio, luz, tranquilidad»[53]. Es el concepto de bien común, que encontramos en el Concilio[54]. Es decir, el principio de subsidiariedad[55] sumado de forma inseparable al estímulo de la vida religiosa[56].

Precisamente, el planteamiento de la libertad frente al Estado moderno, renuente a respetar el principio de subsidiariedad, ha provocado el olvido de esta segunda dimensión del bien común que afecta a la legitimidad del orden jurídico establecido. El Concilio, en su documento sobre la libertad religiosa, ha reafirmado esta obligación del Estado de favorecer la vida religiosa[57].

La educación no es una tarea individual, sino de la sociedad[58]. Como abarca a todo el hombre, la responsabilidad recae de forma proporcionada en las tres sociedades necesarias para alcanzar su causa final[59]: la familia, la Iglesia y el Estado.

Pero todo el plan de la Iglesia para la educación de la juventud, dice Pío XI [60], es consecuencia del «sólido e inmutable fundamento de la doctrina católica sobre la constitución cristiana del Estado, tan egregiamente expuesta por nuestro predecesor León XIII, particularmente en las encíclicas Inmortale Dei y Sapientiae christianae»[61].

Por eso, es necesario que toda pastoral sobre la educación tenga como marco de referencia no sólo la defensa de los derechos de padres y de hijos frente a la injerencia injusta del Estado, sino también la propia naturaleza del Estado, cuya autoridad procede, como toda forma de autoridad, de Dios mismo; cuya legitimidad de ejercicio se fundamenta en el cumplimiento de su fin: el bien común; y cuya referencia normativa soberana es la Ley Natural.

Es una necesidad pastoral para una eficiente pedagogía del pueblo de Dios, para plantear el problema en su completa dimensión, y como admonición a los gobernantes, cuyas obligaciones hacia la Ley de Dios son exactamente las mismas si son creyentes como sin son ateos.

Cuando el Estado moderno no respeta la Ley Natural, lo que Juan Pablo II denominaba una recta concepción del ser humano, las democracias se convierten en regímenes totalitarios[62].

Resulta ingenuo, pedirle o exigirle a un Estado totalitario, que respete un derecho secundario cuando no respeta el primero de los derechos, el derecho a la vida, sin el cual, el resto de los derechos acaban siendo papel mojado…

[1] No son suficientes en la medida que no alcanzan a todos los seres humanos (CONCILIO VATICANO II, Madrid: BAC, 1966, Gaudium et spes, nn. 69b y 87a, sobre «La Iglesia en el mundo moderno».

[2] Decía Juan Pablo II que ha crecido la sensibilidad por la dignidad humana en la vida moderna, pero  hay enorme contraste entre la letra y el espíritu de los Derechos, a los que se tributa sólo un respeto formal (JUAN PABLO II, Redemptor hominis, n. 17, sobre «El Redentor del hombre», en JUAN PABLO II, Encíclicas de JUAN PABLO II, Madrid: Edibesa, 1998, p. 1-102). «Sería vano proclamar los Derechos, si al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a quien sea» (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZCompendio de la Iglesia Católica, n. 153, Madrid. BAC, 2005). Hay un contraste entre la proclamación solemne de los Derechos Humanos y su sistemática violación (JUAN PABLO II, Centesimus annus, n. 47, «En el centenario de la Rerum novarum», en JUAN PABLO II, Encíclicas de JUAN PABLO II, op. cit., p. 865-983).

[3] La Iglesia exhorta a los cristianos a contribuir en la mejora de los métodos educativos, a servirse de los nuevos hallazgos en psicología y pedagogía, y a perfeccionarse a partir de nuevas experiencias enriquecedoras (CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 6c, sobre «La educación cristiana»; Optatam totius, n. 11a, sobre «La formación sacerdotal»).

[4] LEÓN XIII, Annum ingressi, nn. 17-18, sobre «La guerra contra la Iglesia», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, Madrid, BAC, 1958, p. 343-376.

[5] LEÓN XIV, Exhortación Apostólica Dilexi te, 4 de octubre de 2025, n. 68.

[6] LEÓN XIV, Carta apostólica Diseñar nuevos mapas de esperanza, 27 de octubre de 2025, n. 1. 1.

[7] Ib., n. 1. 3.

[8] Ib., n. 1. 2.

[9] Ib., n. 2. 1-2.

[10] Ib.

[11] Ib., n. 2. 3. San José Calasanz, san Juan Bautista de La Salle, san Marcelino o san Juan Bosco, son ejemplos elocuentes de la acción educativa de la Iglesia en el siglo XIX (ib.), mitigando la pobreza generalizada que sobrevino a las revoluciones políticas, económicas e industriales después de 1789.

[12] Ib., n. 3. 2.

[13] Ib., n. 3. 1.

[14] Ib., nn. 4. 1. y 5. 3.

[15] Ib., nn. 4. 2. y 6. 2.

[16] Ib., n. 5. 1.

[17] Ib., n. 5. 2.

[18] Ib., n. 6. 1.

[19] Ib., nn. 5. 1. y 7. 1-3.

[20] Uno de los nuevos retos es la incorporación de la tecnología a la enseñanza. El Papa anima a profundizar en esta dirección porque el progreso tecnológico también viene de Dios, pero con el recto discernimiento al servicio del hombre (ib., n. 9).

[21] Ib., n. 6. 1.

[22] Monseñor José GUERRA CAMPOS, La invariante moral del orden político (Conferencia en el Club Siglo XXI el 29 de abril de 1982), Madrid: Gráficas Agenjo, 1982.

[23] LEÓN XIV, Carta apostólica Diseñar nuevos mapas de esperanza, op. cit., n. 10.

[24] Ib., nn. 8-9.

[25] Ib., n. 11. Mt. 5, 13.

[26] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 1a.

[27] LEÓN XIV, Carta apostólica Diseñar nuevos mapas de esperanza, op. cit., n. 4. 3.

[28] PÍO XI, Mit brennender sorge, n. 37, sobre la «Situación de la Iglesia católica en el Reich alemán», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 642-665.

[29] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Proemio de Gravissimum educationis n. 1b; Gaudium et spes, n. 75f .

[30] PÍO XII, Discurso, 19 de marzo de 1953, en Ángel TORRES CALVO, Diccionario de textos sociales pontificios, Madrid: Compañía Bibliográfica Española, 1962, p. 763 y 822.

[31] PÍO XII, Radiomensaje La familia, 23 de marzo de 1952, nn. 1-2 y 5.

Los discursos y radiomensajes del Papa Pío XII pueden encontrarse en PÍO XII, Discursos y radiomensajes de Su Santidad Pío XII (4 Vols.), Madrid: Ediciones Acción Católica, 1956.

[32] LEÓN XIII, Nobilissima gallorum gens, n. 8, sobre «La religión y el Estado», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 139-154.  PÍO XII, Radiomensaje, 13 de noviembre de 1939; Discurso, 4 de junio de 1953.

[33] Severino AZNAR EMBID, La institución de la familia vista por un demógrafo, Madrid: CSIC, 1962, p. 136.

[34] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Optatam totius, n. 2a; Presbyterorum ordinis, n. 11a, sobre «El misterio y la vida de los presbíteros»; Gaudium et spes, n. 31a. Pío XII decía que una de las misiones de la educación consiste en preparar a las nuevas generaciones para la vida del matrimonio y de la familia (PÍO XII, Discurso, 19 de marzo de 1953).

[35] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Apostolicam actuositatem, n. 30a, sobre «El apostolado de los laicos».

[36] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 2.

[37] PÍO XII, Discurso, 6 de junio de 1953, en Ángel TORRES CALVO, op. cit., p. 765.

[38] JUAN PABLO II, Famialiaris consortio, n. 40, sobre «La misión de la familia cristiana en el mundo actual», en Pedro Jesús LASANTA, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, Madrid: Edibesa, 1995, p. 225. JUAN PABLO II, Discurso en Wroclaw (Polonia), 1 de junio de 1983, en ib., p. 227.

PÍO XII, Summi pontificatus, n. 52, sobre «Solidaridad humana y Estado totalitario», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 749-802. PÍO XI, Divini illius magistri, n. 27, sobre «La educación cristiana de la juventud», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 524-577.

La Iglesia condena la idea de que la autoridad de los padres sobre los hijos procede del Estado (PÍO IX, Quanta cura, n. 4, sobre «El naturalismo social y político», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 3-18. PÍO XI, Divini redemptoris, n. 11, sobre «El comunismo ateo», 28, en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 524-577. PÍO XI, Divini illius magistri, n. 30, op. cit).

[39] «El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otro» (JUAN PABLO II, Famialiaris consortio, n. 36, op.cit.).

[40] LEÓN XIII, Sapientiae christianae, n. 22, sobre «Los deberes del ciudadano católico», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 261-294. PÍO XII, Radiomensaje Con sempre, n. 40, sobre «Los fundamentos del orden interno de los Estados», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 838-855.

[41] Ef. 1, 10-12.

[42] LEÓN XIII, Libertas praestantissimum, n. 19, sobre «La libertad y el liberalismo», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 221-260.

[43] El magisterio de la Iglesia habla de la familia como sociedad imperfecta en la medida que no tiene en sí misma todos los medios necesarios para el logro perfecto del fin que le es propio. En orden al bien común, fin de la comunidad política, el Estado tiene preeminencia sobre la familia, que alcanza sólo dentro del Estado su conveniente perfección temporal (PÍO XI, Divini illius magistri, n. 8, op. cit; PÍO XII, Discurso al Instituto Nacional de Roma, 20 de abril de 1956. Vid. el texto completo en Ángel TORRES CALVO, op. cit., p. 435-443).

[44] LEÓN XIII, Quos apostolici muneris, n. 6, sobre «El socialismo», José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 59-74. LEÓN XIII, Sapientiae christianae, n. 17, op. cit.

Decía el Papa Pío XI que «los hijos no entran a formar parte de la sociedad civil por sí mismos, sino a través de la familia dentro de la cual han nacido» (PÍO XI, Divini illius magistri, n. 30, op. cit.), porque antes de ser ciudadano, el hombre debe existir, y la existencia no se la ha dado el Estado, sino los padres (ib.).

[45] Ib., n. 8, op. cit.

[46] PÍO XI, Divini redemptoris, n. 28, op. cit. PÍO XI, Divini illius magistri, n. 8 y 25, op. cit.

[47] Rom. 13, 1-7.

[48] LEÓN XIII, Quos apostolici muneris, n. 8, op. cit.

[49] PÍO XI, Divini redemptoris, 11, op. cit. PÍO IX, Quanta cura, n. 4, op. cit. PÍO XII, Summi pontificatus, n. 48, op. cit.

[50] LEÓN XIII, Arcanum divinae, n. 10, sobre «El matrimonio cristiano», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 75-106; Inmortale Dei, n. 11, sobre «La constitución cristiana de los Estados», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 186-220. PÍO IX, Syllabus, n. 67-68, 71 y 73-74, sobre el «Catálogo de errores modernos», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 19-38.

[51] PÍO XI, Divini illius magistri, n. 30, op. cit.

[52] PÍO XII, Negli ultimi, n. 28, sobre «La supranacionalidad de la Iglesia y la paz», en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA et alii, Doctrina Pontificia II, op. cit., p. 899-911.

[53] PÍO XII, Radiomensaje Con sempre, n. 40, op. cit.

[54] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gaudium et spes, n. 26: «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección».

[55] Aunque los padres son los primeros y principales educadores de sus hijos por ser padres, no es tarea exclusiva de ellos, sino que comparten su misión educativa con la Iglesia y el Estado. «Eso debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad», en virtud del cual la ayuda ofrecida a los padres «encuentra su límite intrínseco e insuperable en su derecho prevalente y en sus posibilidades efectivas», de tal manera que «cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo» (JUAN PABLO II, Carta a las familias, Madrid: BAC, 1994, n. 16).

[56] CONCILIO VATICANO II, op. cit., Dignitatis humanae, n. 6: «Debe la potestad civil (…) facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes, y la misma sociedad goce así de los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres para con Dios y para con su santa voluntad».

[57] Repárese en que este documento conciliar también se presenta mutilado en numerosas cátedras y en altas magistraturas de la Iglesia. La libertad religiosa es inmunidad de coacción sobre la conciencia individual en orden a profesar la religión deseada, con libertad de acción dentro de severos límites. Pero el documento refiere esta inmunidad a una libertad negativa, que se complementa en la enseñanza conciliar con la libertad positiva, esto es, la obligación del Estado de favorecer la vida religiosa en general, y la verdad de Dios en Cristo y su Iglesia, en particular. Hablar de este documento conciliar ocultando una de sus dos partes inseparables, u ocultando los cinco valores superiores que limitan la libertad civil religiosa, es uno de los grandes fraudes intelectuales y morales de nuestro tiempo.

[58] PÍO XI, Divini illius magistri, n. 8, op. cit.

[59] Ib., n. 9. CONCILIO VATICANO II, op. cit., Gravissimum educationis, n. 3

[60] PÍO XI, Divini illius magistri, n. 41, op. cit.

[61] LEÓN XIII, Inmortale Dei, n. 6: «Dios ha repartido el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder.

Si así no fuese, sobrevendrían frecuentes motivos de lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer (…).

Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. (…) Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

[62] JUAN PABLO II, Veritatis splendor, n. 101, Encíclicas de JUAN PABLO II, op. cit., p. 985-1168.

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