Un bolso de lujo, un monstruo de peluche colgando y miles de adultos haciendo fila para conseguir la última edición. No se trata de un chiste: son los peluches “Labubu”.
El Pop Mart convirtió estos llaveros en un imán para millennials y Gen Z. Compras a ciegas, dopamina instantánea, edición “ultra-rara”. Esta es la clave de su éxito.
Todo apunta y da en la diana con una cultura que ensalza la adolescencia eterna, el autopremio y relega la responsabilidad de la vida adulta a un “ya veremos”. Total, me apetece, me lo merezco.
El mecanismo del «juguetito Lalabu» es simple y eficaz: expectativa, azar, recompensa. Es la trampa perfecta. Algo así como si fuera una tragaperras envuelta en celofán «super cute».
Esta es la dinámica un ídolo del K-pop luce los peluches «Lalabu», las redes hacen de los suyo y amplifican por inercia el deseo; ello se suma la búsqueda desesperada por parte de la población de razón de ser. Resultado: la masa directamente se vuelca y lo hace suyo. «Lulabu» ya es buscado y deseado por todos.
No son niños exactamente quienes compran los «Lalabu»; son adultos con dinero disponible.
Y aquí aparece lo serio de este tema: es una radiografía de adónde se nos va el corazón, detrás de un peluche de dudosa belleza que cuesta un dineral.
Los datos que masticamos desde hace años encajan como piezas de este delirio: caen los matrimonios, cae la natalidad; a la vez, crece un entretenimiento total que coloniza la agenda adulta y distrae del foco principal, de la razón de nuestra existencia.
Para prueba de nuestra locura, ahí está TikTok con un tercio de adultos enganchados; coreografías efímeras como alimento diario del alma; animación “para adultos” que normaliza el sarcasmo, el nihilismo y el vacío.
La frontera entre lo infantil y lo adulto se desdibuja cada vez más hasta parecer una autopista de doble mano: entramos niños, salimos… también.
La principal pregunta es ¿Por qué cala tan hondo?
Porque llevamos años aprendiendo un catecismo distinto: “si te hace sentir bien, es bueno”.
Por ello, por ese exceso egocentrismo romántico, la cruz sobra, el sacrificio estorba, el compromiso da alergia y seguimos malviviendo como eternos bebés dominados por el deseo y sin rumbo.
El mercado del «Lalabu» coopera con el drama: fabrica escasez, vende misterio y con ello sube la apuesta. Si Dios se borra, el reino del “edición limitada” ocupa el altar del materialismo. Pagamos lo que sea por «una pertenencia» de peluche sin transcendencia.
Crecer da vértigo y duele un poco, sí, pero también libera. ¿Por qué no ahorrar para una casa antes que para la “colección completa” de «Lalabu»?
No dramatizamos por un peluche feo y caro. Pero es ingenuo no leer el signo y la realidad que nos descubre.
Millones de pequeños “me lo merezco” van moldeando una sociedad incapaz de sostener lo que de verdad importa.
Y lo que importa —el hogar, el matrimonio, el hijo esperado, la amistad fiel, la obra bien hecha— exige entrega, renuncia y perseverancia.
Apostemos por coleccionar lo que no caduca, lo verdadero. El crecimiento íntegro de la persona no cuelga del bolso como los peluches “Labubu”. Al contrario, carga la cruz para que otros vivan mejor.
Si queremos una cultura con futuro, sembremos hoy hombres y mujeres que sepan decir un “sí” entero. El resto —modas, virales, “raros”— pasan.
Comprarte un peluche “Labubu” no arruinará tu vida, aunque quizás si tu cuenta corriente.
Pero millones de pequeños gestos que evitan el compromiso, te alejan de lo esencial y te distraen sí erosionan una civilización entera.






