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Lo que hoy importa no es la verdad de las cosas sino la verdad de las mayorías

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La posmodernidad ha generado un tipo de cultura donde se han invertido los términos. La realidad ya no es lo que existe objetivamente sino lo que a cada cual le parece ver; de lo que se trata ya no es de descubrir hechos verdaderos acerca del mundo real sino de crearlos.

El hombre se ha convertido en la medida de todas las cosas, siendo los estados quienes a través de los pactos y los acuerdos dan con la clave para dirimir los posibles conflictos sociales. La sociedad occidental ha decidido que sea el Estado quien nos diga que es lo legítimo y lo ilegitimo, que sea él quien decida qué es lo correcto y lo que más conviene. En definitiva, lo que hoy importa no es la verdad de las cosas sino la verdad de las mayorías, tal como dijera en su día Konrad Adenauer: “Lo importante en política no es tener razón, sino que se la den a uno”.

Si reparamos un momento de lo que pasa a nuestro alrededor nos daremos cuenta cómo el sentir de las mayorías se impone despóticamente sobre las minorías.  Cómo “lo democrático” ha pasado a ser la categoría suprema exclusiva y excluyente. Si no te cobijas bajo el paraguas de las mayorías de nada te va a servir que te asista la razón. Ser demócrata ha llegado a ser el título indispensable para poder vivir en esta sociedad y si no gozas de esta consideración estás perdido, nadie te va a tener en consideración, vas a quedar estigmatizado.  Es como si con la llegada de la democracia la Humanidad hubiera alcanzado su realización suprema y hubiéramos llegado al fin de la historia.

No se discute su carácter definitivo e intemporal, ni se piensa en la posibilidad de que exista otra alternativa de gobierno, lo cual no deja de ser exagerado pues nada en política es para siempre y por otra parte lo que es un mero instrumento no debiera ser tratado como un fin en sí mismo.

No hace falta recurrir a los severos juicios de Platón contra la democracia para darse cuenta que de lo que estamos hablando no es de un modelo intemporal, al que necesariamente tiene que ajustarse el arte de la política, todo lo más, como dice Aristóteles o Sto. Tomas, la democracia es una forma de gobierno más. Así se reconoce también en la carta encíclica Pacem in terris, de Juan XXIII, con estas palabras: “No puede establecerse una norma universal sobre cuál sea la forma mejor de gobierno, ni sobre los sistemas más adecuados para el ejercicio de las funciones públicas”.

Formas legítimas de gobierno hay muchas sin que a priori pueda decirse cuál es la mejor, todo dependerá de las formas y circunstancias. Otra cosa es que dado el relativismo cultural de la época presente el democratismo se haya convertido en una opción política con ventaja sobre las demás por puro oportunismo coyuntural.  Solo si nos atenemos al criterio groseramente pragmático, que es el que hoy impera, tal vez encontraríamos algún motivo para decir que la democracia es actualmente el modelo político que más conviene. Lo que sucede es que no solo de oportunismos vive el hombre.

Bien mirado el relativismo ha llegado a ser actualmente un elemento consustancial, no solo en el mundo de la cultura sino también en el mundo de la política, incluso no son pocos los que piensan que el relativismo es conditio sine qua non de la democracia. La cosa es tan grave que puede llegar el momento en que las premoniciones de Oswald Spengler (filósofo e historiador alemán) en su obra Decadencia de Occidente (Der Untergang des Abendlandes), publicada en 1918, se cumplan, si es que ese momento no ha llegado ya.

 

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