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Los actos, las consecuencias, los límites

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En los últimos días nos han llegado, entre otras muchas, dos noticias del ámbito de la investigación médica.

La primera es que en la universidad estadounidense de Stanford se ha trasplantado tejido cerebral humano a ratas recién nacidas. Concretamente, las células de origen humano fueron implantadas en un área del cerebro que responde a estímulos sensoriales. El resultado ha sido que el tejido de origen humano se ha conectado con el tejido cerebral propio las ratas formando un solo cerebro «híbrido». La «parte humana» en el cerebro de las ratas empleadas en el experimento cumple sus funciones normalmente; es decir, reacciona de manera adecuada a los impulsos sensoriales que la estimulan. Se informa que estos resultados serían un primer paso en investigaciones cuyo fin es curar algunas enfermedades de origen cerebral.

 La segunda noticia cuenta que también en los Estados Unidos, concretamente en la universidad de Boston, a partir de la variante ómicron del virus corona 19 combinada con la variante primigenia procedente de Wuhan, se ha creado una cepa del virus cinco veces más contagiosa que la ómicron y con una letalidad del 80 % (la cepa de Wuhan alcanzaba como máximo un 2%). También en este caso las investigaciones tendrían fines médicos, como el desarrollo de nuevas vacunas.

En estos mismos días nos encontramos tan cerca de una guerra atómica como no lo estuvimos nunca.

Guerras ha habido desde que el hombre existe, pero hasta hace unas cuantas décadas era imposible que un conflicto bélico acabara con la vida en la Tierra. Desde 1945 lo es. Tenemos armas nucleares suficientes para destruir varias veces nuestro planeta. Precisamente cuando esta amenaza se hace más opresiva, sería conveniente preguntarnos si los descubrimientos científicos que posibilitaron la fabricación de bombas atómicas han valido la pena, y también si el uso pacífico de tal forma de energía ha justificado su existencia y el riesgo bélico que conlleva: el peor de todos los peligros posibles e imaginables.

Cada uno de nuestros actos tiene consecuencias y éstas no tienen por qué coincidir con nuestras intenciones.

Si de todos los fines a los que tiende ese proceso llamado «educación» hay uno que es primordial, es precisamente el de hacer entender al niño o al joven que ninguna de sus acciones queda sin consecuencias y que tales consecuencias pueden ser muy diferentes de las esperadas. El niño que ve a su padre del otro lado de la calle corre a abrazarlo. El padre le grita que se detenga, que espere, que antes de cruzar la calle compruebe si no viene ningún vehículo. Si no lo hiciera, lo que era camino hacia un abrazo podría convertirse fácilmente en camino hacia la muerte.

Estamos ante un razonamiento banal, ante una verdad de perogrullo, ante una evidencia. Y, sin embargo, parece que, en cuanto la situación se complica un poco, perdemos la cabeza y nos olvidamos de todo. Nos tienta el ansia de felicidad; nos tienta el deseo de bienestar; nos tienta la curiosidad; nos tientan la codicia y el ansia de poder y la soberbia. Y qué fácil es hallar un buen pretexto, atribuir nuestros actos a una causa noble o justificarlos por una heroica audacia. Y tampoco cuesta mucho perder la vergüenza y admitir desfachatadamente que hacemos lo que nos da la gana, caiga quien caiga.

Vivimos en un mundo físicamente limitado e imperfecto. Nosotros también lo somos. No podemos vivir eternamente, ser siempre felices, sanos, jóvenes, ricos, simpáticos, fuertes, bellos y listos. No podemos evitar las incomodidades, las debilidades, los dolores y la muerte. Pero actuamos como si pudiéramos. A menudo nos valdría mucho más aceptar nuestros límites que engañarnos y, por querer mejorar, echar todo a perder. Con el planeta hemos hecho ya eso, como demuestra la gran crisis ecológica en que vivimos. La Tierra que tenemos hoy se parece cada vez más al rostro de ciertas personas que se someten a una cirugía estética para embellecerse y no envejecer y salen del quirófano convertidos en caricaturas de sí mismas o simplemente en monstruos.

Es posible que el trasplante de tejido cerebral humano a una rata sirva algún día para curar la esquizofrenia. Pero las consecuencias también pueden ser otras. Quizás inventar un nuevo virus llegue a ser de alguna utilidad médica. Pero las consecuencias también pueden ser otras. Adán y Eva comieron la manzana para ser sabios como Dios. Pero las consecuencias fueron otras.

La Tierra que tenemos hoy se parece cada vez más al rostro de ciertas personas que se someten a una cirugía estética para embellecerse y no envejecer Clic para tuitear

 

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