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Los límites de la interculturalidad

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España siempre ha sido multicultural, lo cual no equivale a que haya sido, ni sea, intercultural. La multiculturalidad consiste tan sólo en el hecho objetivo de que en una comunidad humana cohabitan personas culturalmente diversas. Para empezar, la población que hoy llamamos nativa, local, natural o autóctona de España es fruto de un variopinto mestizaje de muchos pueblos. España ha sido, es y con toda probabilidad será, un espacio de cruce de razas y culturas. Su situación geográfica y su historia la llaman a la diversidad. Nuestrasempiterna multiculturalidad, de la que antes apenas se hablaba, ha adquirido mayor peso en la conciencia popular por haberse acentuado de forma vertiginosa en las últimas décadas por los contingentes de inmigrantes que han llegado a nuestro territorio. Pero, insisto, no por ello somos un país intercultural. Multiculturalidad e interculturalidad no son conceptos sinónimos, aunque muchos, incluso algún “especialista”, los confundan y los citen como tales. En los últimos años se ha generado una ingente cantidad de literatura sobre el tema, para todos los gustos y no siempre acertada.

La talla humana, sociológica, antropológica, pedagógica, política y ética de la interculturalidad dista tanto de la simple multiculturalidad como un sistema sanitario dista de una epidemia. La interculturalidad es una manera de vivir la diversidad cultural mucho más exigente que la mera coexistencia multicultural. Sin necesidad de recurrir a florituras etimológicas, he de decir que el prefijo “inter” nos da la clave. “Multi” sólo significa “muchos” o “varios”, pero “inter” implica interrelación, reciprocidad. La interculturalidad requiere el respeto mutuo, pero también de la convivencia constructiva y la cooperación de todos. Una sociedad intercultural no obliga a nadie, sea nativo o extranjero, a renunciar a sus propios esquemas culturales y reemplazarlos por los de la sociedad receptora o los de la cultura en ella dominante (asimilacionismo). Tampoco consiste tan sólo en admitir en su seno la presencia de grupos culturales diversos, aislándolos en guetos o condenándolos a ser ciudadanos de tercera (segregacionismo). Menos aún se trata de alcanzar una síntesis de culturas –ni siquiera entresacando “lo mejor” de cada una– para construir una “monoculturalidad”, una cultura única universal (sincretismo).

El sincretismo cultural que pretenden implantar ciertos grupos o corrientes, como la masonería o la “new age”, son rodillos aplastadores de las diferencias culturales, de la gran riqueza que supone la diversidad cultural humana. Son formas de globalización descarada e indeseable que, paradójicamente, no son criticadas por los grupos anti-globalización, sólo preocupados por la también indeseable colonización cultural mundial por el “american way of life”, el estilo de vida norteamericano. Cada ser humano es único e irrepetible. Tan valiosa es nuestra igualdad como nuestra diversidad. Toda “clonación cultural” es una terrible pérdida.

Una sociedad intercultural debe detectar y rechazar los prejuicios y estereotipos culturales y evitar el racismo y la xenofobia. Además, la interculturalidad exige que los distintos grupos culturales se relacionen entre sí con toda normalidad más allá de la mera coexistencia pacífica, que exista una comunicación fluida entre ellos, que sean capaces de negociar objetivos comunes y perseguirlos juntos, y que la diversidad cultural, lejos de ser una dificultad social, se acepte como una riqueza humana de la que todos pueden beneficiarse si media la humildad y la buena voluntad.

La tan cacareada “tolerancia” se propone constantemente como un valor estelar de la democracia y de la interculturalidad, pero en ella está precisamente uno de los puntos en los que topamos con los límites que dan título a este artículo. Desde hace unos años, el indefinido, sobreestimado y malentendido valor de la tolerancia ha tenido que ser “reajustado” con la aparición de numerosas “tolerancias cero”, entre otras las relativas a las distintas formas de violencia. No podía ser de otra forma, pues no todo es tolerable. En una democracia, cada uno puede pensar lo que quiera, pero de ninguna forma puede hacer lo que le venga en gana. En los regímenes autoritarios, el autócrata o la oligarquía de turno imponen tanto las normas de juego, como un pensamiento único: el de quién ejerce el poder. En un régimen libertario, nadie impone ninguna de ambas cosas, dejándolas desde un necio “buenismo” al libre arbitrio de las personas. En los regímenes verdaderamente democráticos, debe existir la libertad de pensamiento, de religión y de ideología, junto al derecho a la libre expresión y al culto. Pero la democracia exige unas normas estrictas para asegurar su propia esencia, para que los derechos y libertades de todos estén garantizados y no puedan ser aplastados por nada ni por nadie. La democracia requiere imponer algunos implacables límites a la libertad. La libertad individual acaba allí donde resulta amenazada la libertad y los derechos del otro. Un gigantesco logro de la sociedad noroccidental es haber conseguido consensuar y redactar una Declaración Universal de los Derechos Humanos, que recoge el mejor sentir ético de toda una civilización. Los países que se han adherido a ella, como España, han trasladado esos principios a sus Cartas Magnas, como es el caso de la Constitución Española de 1978 (todavía vigente, por si alguno no lo recuerda). Estos son los marcos normativos irrenunciables que deben presidir la convivencia social y la actividad política.

Trasladado todo esto a la interculturalidad, debemos afirmar que también ésta tiene límites, pues no toda costumbre o práctica puede ser aceptada y consentida, por muy propia que sea o muy arraigada que esté en determinados grupos culturales. Por desgracia, siempre aparecen posturas extremistas, en casi todos los asuntos humanos, que sacan de quicio las cosas desde planteamientos ideológicos irracionales. Hay quien se empeña, por ejemplo, en negar todo derecho al inmigrante en igualdad con los de la sociedad receptora. Y en el otro extremo, hay quien justifica toda costumbre cultural, por muy cruel o indeseable que sea, hasta ablaciones y lapidaciones. Pues miren, no, ni lo uno, ni lo otro. La interculturalidad también tiene sus “tolerancias cero”, sus límites y sus exigencias, que obligan tanto a la sociedad receptora o mayoritaria, como a las personas y grupos culturalmente diversos que desean vivir en un país democrático. El respeto no es unidireccional, sino bidireccional y recíproco. Todos, sin excepción, sean nativos o extranjeros, mayorías o minorías, deben cumplir las reglas de conducta y convivencia que se derivan de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la Constitución. Una sociedad intercultural no exige a nadie que renuncie a su forma de pensar, pero sí que se ajuste en su forma de actuar.

Bienvenidos sean, por tanto, todos aquellos que deseen compartir con nosotros nuestra tierra, nuestros fines, nuestras ilusiones, nuestros problemas y nuestro trabajo y respeten nuestros principios éticos, que siglos de historia y mucho esfuerzo y sangre nos han costado construir. Nuestra sociedad está llena de defectos, como todas, y también incumplimos demasiadas veces los Derechos Humanos de los que tanto hablamos, pero estos siguen siendo el ideal colectivo de humanidad al que queremos llegar y el contexto normativo en el que debemos movernos. Todos aquellos que no quieran respetar estos límites, ya saben dónde tienen la puerta.

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