En una carta que el Papa Francisco remitía al Director General de la FAO, con motivo de la Jornada Mundial de la Alimentación, decía que “los pobres no pueden esperar”. Se requiere una acción urgente y coordinada que coloque en el centro el bien integral de la persona, y quiera para los demás lo que deseamos para nosotros mismos.
La Iglesia católica, en el ejercicio de la misión que le es propia, batalla cotidianamente en el mundo entero contra el hambre y la malnutrición, y tiende la mano para que otros se sumen a esta tarea de justicia.
Los que padecen la miseria no son distintos a nosotros. Tienen nuestra misma carne y sangre, y merecen una mano amiga que los socorra y favorezca, para que nadie quede rezagado y la fraternidad tome carta de ciudadanía y sea algo más que un eslogan llamativo y sin consistencia real.