No parece lógico, para responder preventivamente a posibles agresores violentos, establecer un régimen excepcional que puede aplicarse a cualquier ciudadano. Ante las acusaciones de socavar las libertades públicas, el ministerio del interior responde que el derecho de manifestación debe ser protegido, para que no pueda ser utilizado a modo de chantaje. Pero, aparte de la ineficacia –ya demostrada, por ejemplo, en materia de prevención de la violencia semanal en los estadios de fútbol-, como señalaba Le Monde en su editorial del 1º de febrero, “el fin, por legítimo que sea, no justifica todos los medios”. Días después, François Sureau, un abogado próximo a Macron, opuesto al control administrativo del derecho a manifestarse, denunciaba que ese tipo de norma intimida a los ciudadanos, no a los delincuentes. Porque, en el fondo, se desea limitar las manifestaciones, no la violencia.
Sin caer en la tesis que identifica democracia con relativismo –ausencia de verdad-, forzoso es reconocer que el ejercicio de las libertades públicas no puede ser completamente pacífico: es preciso pagar el precio de algunos desórdenes públicos inevitables. Se deben castigar a posteriori los crímenes. Pero no es justo apoyarse en una presunción administrativa –de hecho, policial- de posibles delitos, para impedir el ejercicio de las libertades o limitarlas con el establecimiento de previas autorizaciones gubernativas.