Sigamos ahora por el sendero de “Nuestra casa es…”, que también es “social temporal”, y por eso nos encontramos en el segundo punto, que lo abordamos entre el desbarajuste que comporta una nueva escalada: la de una desescalada, ni más ni menos. Es el legado de una pandemia inmisericorde que aún tenemos entre nosotros.
Podemos empezar con una pregunta que puede hacerse todo lector: “Dices en tu anterior artículo (‘Nuestra casa es: 1) ecológica ambiental’), que no tenemos en la actualidad eso que ahora llaman líderes que sean expertos de verdad. Entonces, ¿por qué debemos seguirlos?”. Simple: ¡los expertos son “los otros”! “¿Los otros?”, podría sorprenderse el lector con un mayor desconcierto y hasta con cierta sorna. Sí, sí, le insisto: ese que trabaja y no se prodiga, que sabe y enseña sin necesidad de bombo y platillo, que se toma la vida como es y no como querría que fuera, y desde ahí lucha por hacer el mundo mejor. Desde su propio entorno, que es su hermano, su hijo, su esposa, su empleado, sus amistades, sus relaciones. Ese que le saca horas a su voluntad (humanamente tendente al egoísmo) poniéndole horas a su obligación con amor, tesón y entrega, y no a su propio beneplácito. En resumen, el sabio.
“¡Ja, ja!”, se te ríen. “¿El sabio? ¿Eres tú el sabio? ¿Quién te has creído que eres?”. Ya se dio ese desencuentro hace dos mil años con nuestro salvador Jesucristo, cuando los fariseos se mofaban de Él: “¿Acaso eres Tú más que nuestro padre Abraham? ¿Por quién te tienes?” (Jn 8,53). Y seguirá sucediendo; seguirán preguntando con ironía, y la respuesta, nuestra respuesta, seguirá o debería seguir siendo la misma. Porque, si somos fieles a la palabra de Jesús, somos “alter Christus”, “otro Cristo”, como afirma la literatura católica desde siempre, y “alter Christus, ipse Christus”, “el mismo Cristo”, como le gustaba proclamar a san Josemaría (Es Cristo que pasa, Ed. Rialp. Madrid. N. 104), tomados de san Pablo (Gal 2,20).
Hasta aquí hemos llegado. Por eso es fácil responder: El sabio es todo aquel que sabe que no sabe. Y por eso hay muchos. Tantos, que no se ven. Es aquel que da la mano sin interés, aquel que sonríe con sinceridad, aquel que reza hasta con la propia vida, aunque cueste darse hasta el final. Maticemos: No aquel que finge hacerlo, sino el que da la vida por el hecho de hacerlo. Da la vida, no la chupa de otros, ni se apropia de lo que es propiedad de otros, incluso manipulando los sentimientos y las emociones de los demás, como hacen las parásitas sanguijuelas, hasta con sus sibilinas falsas caridades.
Aunque haya personas honestas que deben vivir gracias a la caridad -no por chupar del bote, sino por necesidad (espera, que tendremos cada día más)-, no son esos aquellos a los que señalo. Ya habrás notado que me refiero a aquellos que van de “expertos” sin serlo, aunque se pinten y se repinten para parecerlo. Son hojarasca, iguales o peores que los que ya se ve de lejos que lo son. Son grandes fantochadas. Abre los ojos y verás en la estancia del egotismo como reconoces a muchos que no te los esperabas. ¡Basta ya! Estamos hartos de sanguijuelas. ¡Al rincón con ellos!
Salte. Una vez fuera de la estancia, cierra bien la cerradura y déjalos ahí que se adulen entre ellos, que es su alimento principal y favorito. Por eso, cuando se cansan de adularse, porque hasta les falla la adulación por sobrealimentación, porque uno se harta -aunque no quiera- con tanta mentira, se sale del antro y busca la luz para iluminar a las naciones. A ese has de seguir. Y ¿dónde está la luz de las naciones? Isaías afirma que en el Mesías (Is 42,1.6; 49,6), anunciando ya ocho siglos antes la venida de Jesucristo, y Jesús se la atribuye a su misma persona (Jn 8,12). Pero ya antes había observado que aquel que es de la Verdad se acerca a la luz (Jn 3,20-21). Y es ahí, en la Palabra, donde debemos buscar (cfr. Prólogo de san Juan: Jn 1,1-5.9-10). Sin obviar que quien custodia la Palabra es la Iglesia (Mt 18,18; Jn 21,15-17). Si no, Jesucristo, el Hijo de Dios, no la hubiera erigido. Pero este punto lo dejamos para el próximo artículo de la serie. Ahora seguimos centrándonos en nuestro espacio temporal. En nuestra casa común, por decirlo de manera gráfica.
Eso es. Un espacio temporal, social temporal. Si es social, es que debe tener una organización interna, y, como hemos llegado a dilucidar que la garante de la Verdad es la Iglesia, debemos hacerla crecer sobre la roca que es Cristo mismo, como nuestro sublime legado para nosotros mismos y para las próximas generaciones. Así empezaron los Doce.
Una solución al conflicto puede ser muy bien –ciertamente- el método propuesto por Rod Dreher en su exitoso libro La Opción Benedictina: comunidades católicas semiautónomas intestinas en una sociedad paganizada. En definitiva, ser y amar, uno a uno: yo, tú, él… No es ni más ni menos que lo que pide Jesucristo en la parábola de la levadura, que basta un poco para que toda la masa fermente (Mt 13,33). Porque la sociedad paganizada, tarde o temprano, caerá por sus propias contradicciones, y la Nueva Humanidad preconizada por Jesucristo resurgirá de ella, como profetiza el Apocalipsis, momento que está como quien dice a la vuelta de la esquina. Al menos eso podemos vislumbrar entre las cenizas que vemos empezar a esparcirse revoloteando.
De hecho, todavía tenemos entre nosotros abuelos que nos hablan de las penurias de la Humanidad hace menos de cien años, muy especialmente de los de siempre, los pobres. Aunque la verdad es que seguimos siendo vulnerables, como nos ha demostrado -y todavía nos demuestra- la pandemia. ¡Un minúsculo microbio que no vemos! Hemos advertido, como por defecto, que pobres lo somos todos, además de que todos somos dependientes –interdependientes-, por más que le pese a nuestra prepotencia: ahí está nuestra temporalidad carnal, lo “temporal” de lo “social”. Dependientes del mundo físico y, especialmente, del mundo interno, espiritual en última instancia. Hablaremos de nuestra dependencia del mundo interno en el tercer artículo de esta serie, “Nuestra casa es: 3) espiritual eterna”.
En el mundo externo en que vivimos, el que vemos y nos ciega de orgullo, ese que enferma al tiempo que nosotros, o nosotros al suyo; gime de dolores de parto, como la mujer que va a dar a luz (Cfr. Jn 16,21-22). Porque somos una unidad: “Todos sois hermanos” (Mt,23,8); “Que sean uno como nosotros somos uno”, pide Jesús al Padre en su despedida poco antes de su Pasión (Jn 17,21-22). Una unidad que está resquebrajándose, ya a punto de llegar a su catarsis. Somos tierra, y a la tierra hemos de volver (Cfr. Gn 3,19).
En efecto, somos cenizas. Pero, mientras vivimos, es nuestra obligación seguir construyendo la casa común –nuestro pasaporte para ganarnos y entrar en el Cielo- con amor y tesón, conscientes de que deberemos luchar contra viento y marea para derrocar a esos que pretenden derruirla para seguir entregándose a los placeres y sometiendo al resto con su Antiiglesia. Sueñan con apropiarse de las grandezas que nuestro Padre Eterno ha hecho con la Creación, y por eso atacan todo atisbo de Verdad, con la finalidad de imponer su Mentira. Porque su Rey es el Príncipe de este mundo, que es como Jesucristo se refiere al demonio en repetidas ocasiones (Vid. por ej. Jn 14,30; Jn 16,11) y recalca san Pablo (2 Cor 4,4). No descansarán hasta que acaben con todo lo que puedan, hasta con ellos mismos, porque así es la Mentira: arrasadora y cruel. Como Satán, el padre de la mentira (Jn 8,44).
En nuestras manos está hacer el esfuerzo de mantenernos de pie y en lucha para defender hasta el final el Bien y la Verdad, a la espera de la vuelta de nuestro salvador Jesucristo, que vendrá a derrotar el Mal y a reinar, como Él lo ha profetizado. Para lograrlo presto, agasajemos al pobre: el inmigrante, el enfermo, el humillado, el olvidado: lo son en este nuestro espacio temporal, pero lo serán solo en este tiempo, porque en el tiempo venidero serán (lo son ya en herencia) los elegidos de Dios. Jesús nos ha avisado de que todos llegaremos a serlo: en efecto, la penuria “caerá como un lazo sobre todos los moradores de la Tierra” (Cfr. Lc 21,34-36; Apc 3,10; Jer 25,29-31), para dar a cada uno según su conducta (Apc 22,12). Aunque sea con sano egoísmo, unámonos. Amémonos. ¡Efectivamente! Así reinaremos (Rm 5,17).
Hemos advertido, como por defecto, que pobres lo somos todos, además de que todos somos dependientes –interdependientes-, por más que le pese a nuestra prepotencia Share on X