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¿Puede la verificación de edad frenar realmente el acceso de menores al porno? 

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La verificación de edad en sitios pornográficos ha entrado hace nada en una nueva fase gracias a una histórica decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos.

El pasado 27 de junio, el alto tribunal dictaminó que los estados tienen derecho a exigir que los sitios pornográficos verifiquen que sus usuarios tienen al menos 18 años.

La decisión, en el caso Free Speech Coalition v. Paxton, no solo respalda la ley texana que dio origen al conflicto, sino que también abre el camino para que más de la mitad de los estados de EE. UU. impongan restricciones similares.

¿Pero esto realmente va a funcionar?

La respuesta corta es: depende de cómo se implemente.

La solución más común hoy –el típico “age gate” donde pones tu fecha de nacimiento– es una broma que ni los propios adolescentes se toman en serio.

Marcar que naciste en 1999 no cuesta más que un clic. Y lo mismo ocurre con el uso de tarjetas de crédito como supuesto filtro de edad: si un menor puede usar la de sus padres sin que lo noten para comprar en Fortnite, lo mismo puede hacer en un sitio para adultos.

Los críticos más acérrimos del control de edad –desde la ACLU hasta Pornhub y gigantes como Facebook– argumentan que verificar la edad de los usuarios es técnicamente complicado, caro, y una amenaza para la privacidad. ¿Realmente queremos subir una foto de nuestro DNI a un sitio porno? ¿Y si filtran esos datos?

Pero aquí es donde el panorama cambia radicalmente con las tecnologías de verificación por terceros.

¿Qué es la verificación por terceros?

Imagina esto: en vez de mostrar tu ID directamente al sitio porno, se la muestras a una entidad regulada, independiente y con obligación de eliminar tus datos personales después.

Esta entidad genera un «token» digital que dice, simplemente: “Esta persona es mayor de 18 años”. Nada más. Ni tu nombre, ni tu ubicación, ni tus gustos. Solo edad.

Es como si en la puerta del bar no tuvieras que enseñar tu DNI, sino una pulsera que certifica que alguien confiable ya te chequeó. Ese token se puede renovar periódicamente, y no deja rastros.

Desde Europa –donde esta tecnología ya se aplica en industrias como la del tabaco, el alcohol o las apuestas– aseguran que este método no solo es seguro, sino que ya está disponible y funcionando.

En Francia e Italia, incluso exploran versiones avanzadas llamadas “pruebas de conocimiento cero”, donde ni siquiera el verificador puede rastrear qué sitios visitaste después.

Entonces, ¿cuál es el problema?

En realidad, el problema no es técnico. Es económico y ético.

A las grandes plataformas porno no les interesa perder tráfico, y menos si ese tráfico viene de adolescentes. Un menor que se engancha hoy es un consumidor de por vida.

Lo que está en juego aquí no es solo privacidad, sino ingresos multimillonarios que dependen, en parte, del acceso temprano y no supervisado a este tipo de contenidos.

No sorprende que ante las nuevas leyes, sitios como Pornhub hayan preferido cerrar operaciones en varios estados antes que adaptarse. La pregunta es: ¿de qué lado está la voluntad de proteger a los menores?

Según cifras recientes de Estados Unidos, el 53% de los niños de 11 años y el 95% de los adolescentes tienen ya un smartphone, y la edad promedio de primer contacto con contenido pornográfico es… también 11 años.

¿Y qué pasa con los «hackers adolescentes»?

Claro que ningún sistema es infalible. Siempre habrá un joven lo suficientemente listo para saltarse barreras con VPNs o trucos digitales. Pero como explicó Iain Corby, director del Age Verification Providers Association, esto no exime a los sitios de su responsabilidad.

El uso de VPN no es un atajo legal. De hecho, los sitios pueden –y deben– reconocer cuándo el tráfico proviene de VPNs y aplicar medidas extra.

La tecnología para saber si estás en Texas o en Alaska ya existe, y puede incluir desde coordenadas GPS hasta qué redes Wi-Fi o torres celulares estás usando.

Entonces… ¿qué sigue?

Los avances legales en Texas, Louisiana y otros estados marcan un punto de inflexión. Las herramientas están ahí, los modelos funcionan, y la presión crece. Falta voluntad. Falta regulación. Y, sobre todo, falta que dejemos de caer en la narrativa cínica de que “no se puede hacer nada” porque proteger la privacidad y proteger a los menores son objetivos incompatibles. No lo son.

Lo que no podemos hacer es seguir cruzados de brazos mientras una industria multimillonaria se sigue alimentando de la curiosidad y vulnerabilidad de nuestros niños.

No es una guerra contra el internet son sus almas.

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