Charles Dickens —sí, el de Un cuento de Navidad— entendía que para celebrar bien el nacimiento del Salvador, primero hay que pasar por la contemplación seria del final.
Por eso a Scrooge no lo visita solo un espíritu bonachón y risueño; necesita tres, incluido el que lo lleva a mirar su tumba. Solo entonces puede abrir su corazón y decir: “Honraré la Navidad en mi corazón y trataré de vivir en el pasado, el presente y el futuro.”
Adviento es justamente eso: una invitación a vivir en tres tiempos. Esperamos a un Jesús cuyo nacimiento ya ocurrió… y al mismo tiempo esperamos su regreso glorioso. Kairos, que le llaman los teólogos. El tiempo de Dios, que es todos los tiempos a la vez.
Y en medio de esa espera eterna… adornamos la casa con luces, sacamos suéteres horribles pero entrañables y escuchamos villancicos sobre Santa Claus. Es inevitable preguntarse:
¿Qué de todo esto me acerca al misterio de Cristo y qué me distrae de Él?
Y la pregunta incómoda que todo cristiano se hace tarde o temprano:
¿Es “católico” creer en Santa Claus?
Santa Claus: más nuevo de lo que crees
Depende, claro, de qué Santa Claus.
El simpático señor de barba blanca, rojo Coca-Cola y mejillas rosadas es un invento relativamente moderno. Nació de un cóctel entre Clement Moore, Washington Irving, Thomas Nast, el comercio americano y un toque de Dickens, que lo convirtió en un gigante bonachón vestido de verde.
Pero muy detrás de todo eso, en lo profundo, permanece San Nicolás, obispo, confesor, defensor de los pobres, enemigo de la corrupción y, sobre todo, un hombre valiente.
No el que baja por las chimeneas, sino el que una vez arrancó una espada de manos de un verdugo para salvar a tres inocentes.
El que decía verdades incómodas a los poderosos. El que actuaba deprisa, con la estola torcida y la mirada fija en el cielo. Ese hombre sí existió, y su historia no cabe en un anuncio de refrescos.
Y, sin embargo, algo de él sobrevive en cada buen cuento de Navidad.
Hollywood predica sin querer
Pensemos un momento:
¿Por qué ¡Qué bello es vivir! sigue moviéndonos tanto?
¿Por qué tantas versiones del Grinch nos conmueven?
Porque lo que nos salva en esas historias no es la magia ni los renos.
Es la santidad. Sí, santidad. Con sus palabras escondidas:
donación, sacrificio, comunidad, perdón, mirar al otro, dejar de vivir para uno mismo.
Eso es lo que nos conmueve. Eso es lo que nos cambia. Eso es lo que el Niño de Belén vino a enseñarnos.
El verdadero enemigo no es Santa… es olvidarnos del santo
El problema —como dice William Bennet— no es creer en Santa Claus.
El problema es creer en él sin creer en San Nicolás. Separarlo de su origen, vaciarlo de virtud, convertirlo en símbolo de compras y no de caridad.
Y, peor aún, olvidarnos de que nosotros también estamos llamados a ser santos.
Pero ahí está lo maravilloso del Adviento:
El Niño que esperamos viene a decirnos:
“Sí, morirás… pero si mueres en mí, vivirás para siempre.”
Dejar que el Adviento duela un poquito
La escritora Tish Harrison Warren habla de la importancia de dejar espacio para la oscuridad en esta temporada. No para regodearnos en ella, sino para reconocer que necesitamos un Salvador.
¿Entonces qué hacemos con Santa esta Navidad?
No propongo —que quede claro— quemar un muñeco de Papá Noel frente a los niños, como hicieron unos sacerdotes franceses en los años 50. (Aunque, admito, la teatralidad tiene su encanto medieval.)
Propongo algo más simple y más cristiano:
Que recuperemos a San Nicolás.
Que miremos a la muerte sin miedo.
Que dejemos que el Adviento nos prepare de verdad.
Que aceptemos la invitación a la santidad.
Que este año, al ver a un Santa sonriente en una tarjeta o escaparate, recordemos también al obispo que arrancó la espada, al santo que enfrentó la corrupción, al hombre cuyo ejemplo apunta hacia Cristo.
Y que podamos decir con Dickens, con Scrooge y con la Iglesia entera:
“Honraré la Navidad en mi corazón todo el año.”
Feliz y santa Navidad.










