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¿El sexo es política? La “androginia” ideológica

Familia

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Permítanme hablar con calma pero con paso seguro. La sexualidad humana, esa filigrana donde deseo, cuerpo, vida y promesa se entremezclan ha quedado reducida a un elenco de impulsos sostenida por la roñería del consumo. 

Tenemos claro que el clima cultural actual amplifica el sexo, lo separa de su verdad y lo convierte en mercancía y espectáculo. Pero  la cosa no queda aquí, a su lado, crece la “androginia” como ideal sociopolítico. Es decir, borrar diferencias para hacer de cada cual “un individuo” intercambiable. Poco menos que escalofriante.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? 

Está claro que toda civilización ha debido hacer cuentas con la sexualidad en el sentido de la filiación y la transmisión de la vida. El cristianismo da una conciencia trascendental a esto. Somos varón y mujer, capaces de engendrar y este don son nuestros hijos . La fidelidad es nuestra alianza la cual nos obliga naturalmente a cuidarlos. 

Pero varias bombas quebraron gradualmente esta realidad. 

Primero, la revolución industrial y la urbanización deshicieron redes o espacios comunitarios y convirtieron todo nuestro tiempo en producción. 

Después, llegó la anticoncepción, la reproducción asistida y con ello se separó amor, sexo y procreación. Por si fuera poco apareció el divorcio express y la cultura del usar y tirar.

Con esto hemos llegado a la fotografía actual: “individuos” autónomos, cuerpos gestionados, vendidos  y vínculos negociables. ¿Dónde está la persona?

Sé que el lenguaje es áspero, pero “mercado sexual” nombra bien una realidad observable en nuestros días: en entornos promíscuos y digitalizados, la elección se rige por lógicas de oferta, demanda y visibilidad. 

La antropología biológica recuerda tendencias generales —mayor selectividad femenina, mayor dispersión masculina—, pero lo decisivo hoy es el altavoz tecnológico: plataformas que concentran la atención en pocos perfiles, algoritmos que empujan a competir por la mirada, economías de suscripción afectiva donde la intimidad se alquila. 

El resultado es que crece la soledad, se retrasan los compromisos, aumenta el cinismo y se dinamita a la persona.

Especialmente complejo es el giro en los “capitales” que antes sostenían la reputación sexual.

Durante siglos —con sombras y excesos, sí— se valoró la virtud como capacidad de prometerse y custodiar la fecundidad; hoy, ese capital se ha desplazado hacia la exhibición: estética, performance y disponibilidad. 

La mujer, cuya dignidad pide nunca ser instrumentalizada, soporta con particular crudeza una doble presión: hipervisibilidad (exponte si quieres existir) y reversibilidad (nada debe implicar). Del otro lado, muchos hombres se retiran a una sexualidad sin rostro, consumida en pantalla, que anestesia el impulso de madurar en donación.

La hipersexualización no libera atomiza todo lo que roza.

La androginia ideológica agrava a lo bestia todo este desorden: borrar la diferencia sexual en nombre de la igualdad convierte el vínculo en puja entre homólogos. 

Pero varón y mujer no son clones: su diferencia no es una injusticia que corregir, sino la condición y la virtud para el encuentro fecundo. 

Cuando esa diferencia se diluye, también se diluye la responsabilidad: ¿quién cuida, quién sostiene, quién se entrega primero? La verdad sobre la cuestión hombre y mujer no reparte cargas por estereotipos, sino que convoca a la mutua pertenencia: dignidad igual, vocaciones complementarias y reciprocidad sin dominación. Amor sin condiciones y servicio sin reproche.

La consigna —“el sexo es política”— se hace verdadera. Los poderes que administran el deseo gobiernan la ciudad y sus calles. 

Hoy asisten a ese gobierno tres actores colosales: corporaciones que monetizan la atención erótica, estados que diseñan currículos y marcos jurídicos, y una industria cultural que dicta y forja imaginarios. 

Todo “normativiza” la sexualidad: qué es deseable, qué es visible, qué es decible. La hipersexualización funciona así como tecnología de control blando. Es decir:

Mantén excitado el deseo, fragmenta los lazos, vuelve reversible toda pertenencia, y obtendrás “individuos” dóciles, previsibles, consumistas….destruirás a la persona.

¿Exagero? Pensemos: si el deseo se acostumbra a la gratificación instantánea, la demora se vuelve insoportable; si el vínculo es “opción” siempre revocable, la palabra y el honor pierde peso; si el cuerpo es un proyecto de autoedición, la realidad misma es un obstáculo. 

En ese ecosistema, la ciudadanía deliberativa se debilita y poco a poco desaparece, todo es relativo. Todo es líquido, nada permanece.

El gran truco queda muy claro, es más sencillo mover consumidores que formar esposos y padres; es más rentable ofrecer simulacros de intimidad que sostener hogares estables; es más fácil legislar sobre derechos abstractos que proteger la aventura concreta de una familia. 

La hipersexualización, lejos de emanciparnos, nos hace gobernables. Nos esclaviza.

Naturaleza y gracia: curar lo humano desde dentro

La fe católica no demoniza el eros; lo purifica y lo eleva. Reconoce una naturaleza buena, herida por la concupiscencia, y proclama que la gracia no anula esa naturaleza sino que la sana. ¿Qué significa, en concreto? Que la diferencia sexual —ser varón o mujer— no es un accidente sobrante, sino un dato valioso que pide integración en la caridad.

Que la monogamia no es un capricho eclesial, sino la forma más básica de justicia afectiva: reservarse uno para uno, para que alguien pueda existir como irreemplazable. Que la castidad —palabra malentendida— no es represión, sino arte de ordenar el deseo para amar mejor, con cuerpo y alma.

Desde ahí se dibuja un programa de realismo esperanzado:

  • Científico: reconocer la base biológica de la diferencia sexual y sus implicaciones psicosociales, sin caricaturas; proteger el desarrollo neurológico de los menores limitando la exposición temprana a pornografía; investigar cómo influyen las pantallas en el apego y la empatía.
  • Social: favorecer condiciones que hagan practicable la fidelidad (conciliación, vivienda, apoyo a la maternidad y a la paternidad, redes comunitarias); devolver prestigio cultural al cuidado y al compromiso.
  • Filosófico: rehabilitar una antropología del don frente a la del deseo autosuficiente; volver a decir “yo para ti” en lugar de “tú para mi uso”.
  • Político: legislar con la mirada en los vulnerables —niños y jóvenes—; exigir transparencia a plataformas que lucran con el cuerpo; garantizar libertad educativa para proponer itinerarios integrales de afectividad y sexualidad.

Nada de esto exige nostalgias ni puritanismos. Exige valentía, ternura y sentido común: volver a aprender el arte elemental de prometernos, y sostener con instituciones, lenguaje y gestos esa promesa. 

No vale con “deconstruir”; hay que construir. Y construir es siempre encarnar una forma: dos que libremente y por elección propia se pertenecen, que se reciben distintos y por eso fecundos, y que aceptan que la vida viene, literalmente, de su bendecida alianza.

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