Les supongo enterados de esas imágenes de grupos de personas deteniendo a los camiones cargados de cerdos, vacas o gallinas a la entrada de los mataderos, para despedirse de ellos, ayer mismo vi dos casos que publicaban los diarios de Girona. Pensaba yo que se trataba de amantes del rosbif, de los callos o del picadillo, pero no: son gentes que practican las llamadas vigilias veganas, que aparentemente consisten en dar biberones a estas criaturas, acariciar sus hocicos o picos desafiando un bocado, abrazarles sin importarles el hedor que desprenden o compartir selfies en las redes cariacontecidos o llorando, tras emplear a todo trapo los flashes de sus móviles para evitar el desasosiego animal que denuncian. El tratamiento informativo que se está dando a este extravagante luto anticipado apunta a que más pronto que tarde nos quitarán de la carta de los restaurantes la chuleta de cordero, el chuletón, el cachopo o el entrecot, porque estas cosas tardan poco en llevarse a las leyes en este tiempo crepuscular que nos toca vivir.
Ni tan siquiera implantando una dulce eutanasia al ganado se resolvería este singular asunto, porque quienes solo quieren comer puerros crudos están empeñados en condenarnos a los demás a que hagamos lo propio, en lugar de dejarnos catar de los animales hasta sus andares. Persiguen arrebatar la carne de nuestra dieta tradicional, y por eso la acabaremos consumiendo encerrados en algún sombríosótano ocultos a la mirada de la férrea policía carnívora que se avecina. En un abrir y cerrar de ojos, los boletines comenzarán a levantar serios impedimentos jurídicos al bistec e incluso al pescado, porque los que insisten en convertir al hombre en herbívoro no pararán hasta lograr que este se comporte como un rumiante. Lo más difícil será que nos conviertan en poligástricos, pero todo se andará.