La verdad es que Solzhenitzin parecía un hombre tocado de cierto anacronismo. Su mismo aspecto, con sus barbas de profeta y ese porte de atormentado personaje de Dostoievski le daban una pátina de seriedad que no es frecuente en los intelectuales contemporáneos.
Su obra, de una densidad moral y de una altura literaria difícilmente igualables, está lejos de esa tendencia a la literatura de diseño y marketing -tipo “Código da Vinci”-. En cierta forma, su figura ha sido el contramodelo de lo que ha significado el intelectual occidental en el siglo XX: persona de vida burguesa y pensamiento antiburgués, que dedica todo su esfuerzo a combatir y criticar aquel sistema en que vive como pez en el agua.
Modelos de intelectual occidental, contemporáneos de Solzhenitzin, son Sartre disfrazado de obrero, vendiendo “Liberation” en las fábricas, o lord Russell, éste disfrazado de joven contestario, haciendo sentadas contra la guerra del Vietnam.
Solzhenitzin ha sido, precisamente, todo lo contrario. En él pensamiento y vida forman un todo coherente. Las ideas defendidas le llevan al sufrimiento personal, a la persecución y, por otro lado, a la incomprensión y a la manipulación. Si ha sido perseguido, encarcelado y torturado en la Union Soviética, le toca vivir, en Europa o América, tiempos de dominio intelectual de la progresía, muy crítica con las contradicciones del capitalismo, pero ciega (con honrosas y contadas excepciones: Octavio Paz, Koetler, Orwell) a los horrores del paraiso proletario.
En este contexto Solzhenitzin fue tratado con frecuencia como un iluminado, como un fanático religioso y hasta -sambenito iledudible, en este caso- como agente de la CIA. Por otro lado, a pesar de ser un anticomunista sin fisuras, tampoco puede considerarse un defensor del liberalismo, en la línea de Raymond Aron o Revel. Ni le cuadra el marchamo de intelectual conservador, al modo de un T. S. Eliot, un Claudel, un Chesterton. Solzhenitzin es algo distinto a todos ellos y casi único. Es sobre todo un moralista, un defensor a ultranza de la dignidad del hombre. Dignidad que tiene una fuerza secreta y profunda que le hace imponerse, a pesar de todas las limitaciones, al Mal.
Ese es el foco que ha iluminado toda su vida y su obra, que en él son prácticamente la misma cosa. Sin ser (tampoco eso) un escritor confesional en el sentido convencional, no pueden negarse las raíces cristianas (cristianismo oriental, ortodoxo, unido en el sentido histórico y cultural a un hondo patriotismo) que nutren su pensamiento.
En una postdata añadida a su obra “Agosto de1914”, prohibida en su patria durante mucho tiempo, hace una confesión que retrata al personaje y al asfixiante entorno en que vivía: “Se me conmina a que escriba la palabra ‘Dios’ con minúscula, y yo me niego a aceptar tal humillación. Las instrucciones del partido referentes a que la palabra ‘Dios’ vayan siempre con minúscula me parecen de un ateísmo barato y ridículo, de una ruin trivialidad”.