Vivimos en una sociedad impregnada de pragmatismo. Como consecuencia, se suele valorar excesivamente la dimensión técnica del trabajo, en detrimento de su dimensión humana y de su significado ético. La formación profesional se limita así muchas veces a preparar para el trabajo como un recurso de supervivencia relacionado con el beneficio económico, olvidando que es un importante medio para el desarrollo, personal.
Necesitamos trabajar para algo más que ganar dinero. Cuando hacemos un trabajo que nos pide dar lo mejor de nosotros mismos, es cuando conseguimos la autorrealización y los momentos de felicidad. Para Carl Rogers, eminente psicólogo humanista, a las personas nos motivan dos grandes necesidades: ser parte de un equipo y el autodesarrollo personal; con el buen trabajo se consiguen ambos objetivos. En su obra «El buen trabajo», E. F. Schumacher señala que el fin principal del trabajo humano es usar y perfeccionar nuestros talentos y habilidades naturales y servir a los demás, para así liberarnos de nuestro innato egocentrismo.
De los educadores (padres y profesores) se espera que promuevan esa oportunidad en la familia y en la escuela; un trabajo realizado con libertad y responsabilidad, con motivos elevados, con competencia y actitud de servicio hacia los destinatarios de ese trabajo.
Pero eso es irrealizable desde una mentalidad pragmática o utilitarista, porque ahoga los más nobles y genera reduccionismos educativos.