El pasado 28 de septiembre se cumplió el 25 aniversario del fallecimiento de don Laureano Castán Lacoma.
Don Laureano fue un obispo de otro tiempo, de otra época más recia y más profunda. Sacerdote ejemplar, sin doblez y sin ambigüedad, hablaba con franqueza, mirando a los ojos, porque tenía el alma clara y limpia, como decía Rafael Sánchez Mazas.
Leal a su misión, no buscó el aplauso ni agradar al mundo. Sin respetos humanos y con mirada siempre sobrenatural, fue «siervo bueno y fiel» (Mt. 25, 22).
Estas cosas suelen decirse de todos los finados que han vivido y han muerto con fama de santidad. Pero don Laureano recibió en su vida algunas pruebas rigurosas. Son esas cuantas situaciones, únicas, que resumen con precisión y justicia la vida de una persona. De todas las que yo conozco salió airoso.
Por su amor a la Iglesia vivió la soledad, la incomprensión y la calumnia.
De estas tribulaciones, sus virtudes salieron acrisoladas. Combatió en la guerra y en la paz, contra los enemigos de fuera y sobre todo contra los de dentro.
Conocí a don Laureano en 1981 ó 1982, en la clausura de un campamento de verano en Cercedilla. Todavía le recuerdo con su sotana negra, su porte solemne, su mirada escrutadora. Parecía algo tímido y poco hablador. Ya era mayor y estaba recién jubilado. Lo que parecía introversión en las cosas humanas, se trocó súbitamente en un caudal inagotable de sabiduría, de ciencia sobre Dios y sobre la Iglesia. Era más que doctrina. Era un testimonio vital de quien tiene un trato frecuente e íntimo con el Señor.
Don Laureano nació en Fonz (Huesca) en 1912. Cursó estudios eclesiásticos en el seminario de Lérida, porque la villa de Fonz entonces pertenecía a esta diócesis. Allí quedó incardinado como subdiácono en 1935. En los cursos 1934-1937 fue colegial en Roma del Pontificio Colegio Español, obteniendo la licenciatura en Derecho Canónico por la Universidad Gregoriana con premio extraordinario. También recibió la medalla de oro de la universidad por su tesina La guerra y la paz en Molina.
Ordenado sacerdote en Roma (1936), durante la Guerra Civil prestó sus servicios sacerdotales en la diócesis de Málaga (coadjutor y profesor del seminario) y luego, como capellán movilizado, en el frente de Granada. Estaba destinado en el 2º Batallón del Regimiento Oviedo número 8 (cf. Jaime Tovar Patrón, Los curas de la última Cruzada, Madrid: Editorial FN, 2001, p. 583 y 409-415). Por sus servicios en el frente recibió la Cruz al Mérito Militar (vid. BOE, núm. 465, de 29 de enero de 1938).
Antes de acabar la contienda, en 1938, fue nombrado ecónomo en Estadilla (Huesca). Al regresar a su diócesis de origen, Lérida, fue sucesivamente párroco, canónigo (1948), profesor de Teología Fundamental en el seminario diocesano, vicerrector y rector del seminario (1953). Durante este tiempo obtuvo el doctorado en Derecho Canónico en la Universidad de Comillas. Su dedicación al Derecho eclesiástico le hizo merecedor, años más tarde, de la Medalla de San Raimundo de Peñafort, patrono de los juristas (Redacción, «¿Sabía usted qué…?», Vida Nueva 821-822 (1972), p. 55-81).
En 1954, el Papa Pío XII le nombró Obispo de Dalisando de Isauria y auxiliar del arzobispo de Tarragona, cardenal Benjamín Arriba y Castro, siendo ordenado en el Monasterio de Poblet. En 1964 el Papa Pablo VI le nombra Obispo de Sigüenza-Guadalajara.
Don Laureano fue Padre Conciliar. Intervino en las cuatro sesiones del Concilio Vaticano II, en las dos primeras como obispo auxiliar de Tarragona.
En el Concilio defendió la proclamación de María Santísima como Madre de la Iglesia (1964).
Después del Concilio presidió durante varios años la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe en la Conferencia Episcopal Española. Con humor alguna vez se autodefinió por ello como «gran inquisidor del Reino».
Su gobierno en la diócesis alcarreña destacó por la fundación del Colegio diocesano de Guadalajara (1966), por el sostenimiento y fortalecimiento del seminario diocesano (que adscribió en 1970 a la Facultad Teológica del Norte de España en Burgos), por la inauguración de su seminario menor (1968), por la creación del Museo diocesano de Arte de Sigüenza (1968), por la creación de la Casa Sacerdotal (1971), por la consecución de rango universitario para la Escuela Normal de Magisterio de Sigüenza, por la reinstauración del culto diocesano a santa Librada (1967), por la promoción de las Marchas Diocesanas al Santuario de la Virgen de Barbatona (1965), por el dinamismo que supo imprimir a los Movimientos de Apostolado Seglar como los célebres Cursillos de Cristiandad, y por el impulso a la canonización y al nombramiento como Doctor de la Iglesia de san Juan de Ávila.
En 1980 el Papa Juan Pablo II aceptó su renuncia al gobierno de la Diócesis secuntino-guadalajareña, que Monseñor Castán había presentado un año antes por razones de salud.
Escribió notables obras: Destellos Sacerdotales, vida del Beato Maestro Ávila (1946), Teología de la Información (1956), Un proyecto español del Tribunal Internacional de Arbitraje Obligatorio en el siglo XVI (1958), Programa de Acción Parroquial (1958), ¡Padres, educad! (1959), Jerarquía y Pueblo en la Iglesia (1959), Las Bienaventuranzas de María (1976), Josemaría Escrivá de Balaguer: un hombre de Dios (1992).
Don Felipe Peces Rata fue secretario personal de don Laureano durante su gobierno episcopal en Sigüenza-Guadalajara. Escribió una obra, Los obispos en la ciudad del Doncel (Guadalajara: Edición del autor, 2012, p. 224-227), dedicada a monseñor Castán. Pues bien, me contaba personalmente el padre Peces Rata que, el Sr. Obispo volvía en coche de las reuniones de la Conferencia Episcopal, llorando amargamente, después de contemplar perplejo como el cardenal Tarancón y sus colaboradores contradecían por sistema la enseñanza tradicional de la Iglesia en escritos pastorales, en decisiones de gobierno y en apoyo a los sectores rebeldes con Roma.
Don Laureano se hizo acreedor de su condición episcopal, pasando a la historia por su altura de miras en los más importantes acontecimientos de la Iglesia española en la segunda mitad del siglo XX, como fueron la crisis de Acción Católica, el debate sobre la confesionalidad católica del Estado, la revista Iglesia-Mundo, la Asamblea Conjunta, la Hermandad Sacerdotal Española (HSE) y la Constitución de 1978.
Don Laureano fue consiliario nacional de los movimientos apostólicos, recibiendo la misión del seguimiento y control de las actividades de la HOAC y de las JOC. Sus dos informes al respecto inciden en la absolutización del temporalismo o compromiso temporal con olvido de la misión evangelizadora, y en la politización con un contagio acusado de ideologías anticristianas.
Consiliario nacional también de la Hermandad de Alféreces Provisionales, en 1977 rechazó la petición realizada por miembros del Partido Comunista para celebrar una misa el 1º de Mayo. En la nota hecha pública explicaba que un partido materialista no tenía derecho a ello y que era una contradicción con los propios principios del partido.
Defensor siempre de la confesionalidad católica del Estado, en declaraciones al periodista Pedro Pascual y a propósito de la Ley sobre Libertad Religiosa debatida en las Cortes durante 1966, monseñor Laureano Castán Lacoma, recordó que todos los Estados son confesionales, porque es imposible que un Estado no tenga en su ordenamiento jurídico de forma subyacente alguna filosofía o teología, ya sea el liberalismo, el marxismo, el racismo, un credo explícita o implícitamente religioso…, o el agnosticismo. Reducir el Estado a mero guardián del orden público no deja de ser una filosofía. «Un Estado confesional no quiere decir ni Estado sacristán ni Estado teocrático. La confesionalidad tampoco lleva consigo necesariamente la dotación económica de la Iglesia por el Estado, ni mucho menos la intromisión de una potestad en lo que es propio de la otra; al contrario, lleva consigo un mutuo reconocimiento y una verdadera independencia en las propias esferas por parte de una y otra potestad» (Monseñor Laureano Castán Lacoma, «Estado confesional», FN 12 (1967), p. 28).
Fue accionista y consejero de la revista Iglesia-Mundo, tal vez la publicación más influyente contra el proceso de protestantización que estaba sufriendo la Iglesia después del Concilio, no en virtud del propio Concilio, sino de un neomodernismo nunca del todo sofocado antes del Concilio, que apareció organizado y tenaz en momentos propicios de cambio, y de optimismo y confianza irreflexivas.
Los días 9 y 10 de septiembre de 1971 don Laureano presidió la reunión en Madrid de la HSE sobre la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes, rechazando la manipulación de los representantes diocesanos y los documentos base, que defendían la democratización de la Iglesia y la desobediencia clerical, con graves desviaciones doctrinales y hasta herejías.
Don Laureano firmó en 1972, junto a monseñor Pedro Cantero y monseñor José Guerra Campos, una carta al Papa Pablo VI: «Comunicación de unos obispos al Papa en relación con las Jornadas Sacerdotales de Zaragoza y con los problemas de fe y moral de España».
Era una cordial y sumisa, pero de inequívoca incomprensión y protesta, por el trato dispensado por la Secretaría de Estado de la Santa Sede a los cientos de sacerdotes vinculados a la HSE y reunidos en Zaragoza aquel año.
La carta ponía de manifiesto que fuerzas del interior de la Iglesia trabajan sin descanso contra la enseñanza oficial de la Iglesia, desvirtuando y manipulando las enseñanzas del Concilio, y con el apoyo de algunos sectores de la jerarquía eclesiástica.
Y que precisamente los sacerdotes de la HSE eran uno de los muros de contención contra esta avalancha desintegradora y heterodoxa.
Pero don Laureano será especialmente recordado como uno de «los nueve de la fama», la «gloriosa minoría».
Se trata del grupo de nueve obispos, presididos por el Cardenal Primado de Toledo, don Marcelo González, que firmó una Carta Pastoral sobre la Constitución de 1978 advirtiendo sobre cinco aspectos negativos en el proyecto constitucional.
1º. La omisión nominal y real de Dios, donde la ley quiere ser neutral ante los valores cristianos. Esta posición colisiona con la tesis conciliar de los «deberes de las sociedades para con la verdadera religión».
2º. La falta de referencia a los principios supremos de las Leyes Natural o Divina, y ambigüedades que permiten una agresión legal a derechos inalienables como el derecho a la vida. La Constitución ampararía de esta manera una sociedad permisiva, equiparando el aire puro con el aire contaminado. La mezcla resultante de aires impide respirar aire puro y obliga a respirar aire viciado. Son paralelismos con Pío IX y su condena de los derechos del error.
3º. La ausencia de garantías para la libertad de enseñanza y la igualdad de oportunidades. El documento pastoral teme la influencia marxista, teme la educación en el ateísmo, teme una libertad de cátedra indiscriminada, y teme que sea vulnerado el derecho sagrado de los niños a ser estimulados en el conocimiento y amor a Dios (CONCILIO VATICANO II, Gravissimus educationis, 1).
4º. La falta de tutela para el matrimonio y la posibilidad de una ley de divorcio, calificado como una peste que fábrica matrimonios rotos y huérfanos con padre y madre.
Y 5º. La ley del aborto no está excluida como posibilidad. El artículo 15 de la Constitución sobre el derecho a la vida no es explícito, no queda claro si evitará el aborto con una mayoría parlamentaria hostil, cosa previsible porque amplios sectores del parlamento tienen una concepción del hombre que niega el derecho a la vida. Estos sectores anuncian que el artículo 15 no les impedirá imponer el aborto.
La Carta Pastoral también contestaba a otro texto firmado por el resto del Episcopado español defendiendo la Constitución. El texto de la Conferencia Episcopal Española tenía dos graves deficiencias. Uno, adoptar como criterio de moralidad al hombre y los valores humanos al margen de la Ley Natural y Divina. Y dos, sostener la moralidad del todo, siendo inmoral alguna de sus partes.
Como es evidente todos los temores de don Laureano y los otro ocho obispos firmantes se han cumplido escrupulosamente, pese a lo cual algunos de los obispos que favorecieron la Constitución mantienen contumaces su apoyo, olvidando la enseñanza del Señor: «no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto» (Lc. 6, 43-45).
Don Laureano ingresó en la Obra de la Iglesia en 1974, dedicándose hasta su muerte al servicio de esta nueva forma eclesial de vida consagrada que Dios había suscitado en su Iglesia, después de la experiencia mística de su fundadora, la madre Trinidad Sánchez Moreno.
Don Laureano falleció en la clínica Regina Apostolorum de Albano Graziale (Italia) en el año 2000. Su cuerpo descansa por expreso deseo en la Iglesia parroquial de San Ginés en Guadalajara, confiada a la Obra de la Iglesia.










