La autoridad, entendida como la capacidad legítima de guiar y gobernar, se encuentra hoy en una crisis profunda.
Esta es una de las consecuencias más graves de la sociedad postmoderna, caracterizada por su relativismo moral, la fragmentación cultural y la liquidez institucional. Este colapso de la autoridad legítima revela una herida espiritual y estructural.
Figuras simbólicas sin influencia
En el plano político, esta transformación es evidente.
La figura del presidente ha pasado de ser un líder con capacidad real de decisión a una especie de celebridad mediática, cuya autoridad caduca con el algoritmo.
El símbolo ha sustituido al poder; la imagen ha desplazado a la acción efectiva.
Privilegio como nueva forma de autoridad
La antropología ha estudiado cómo, en las sociedades tradicionales, la autoridad se construía a través de rituales de entrega o destrucción de riqueza, como el potlatch.
Estos actos públicos creaban un vínculo moral entre quien daba y quien recibía. Paradójicamente, el actual reparto estatal de recursos parece debilitar, más que fortalecer, los lazos sociales, al disolver toda responsabilidad individual y fomentar una cultura del derecho sin deberes.
En contraposición, ciertas élites políticas y económicas están construyendo una nueva forma de autoridad: no basada en la legitimidad compartida o el servicio al bien común, sino en el privilegio ejercido sin pudor.
Ya no se trata solo de poder económico o político, sino de impunidad. El privilegio deja de ser una excepción vergonzante para convertirse en un emblema visible, una nueva jerarquía que remite a formas premodernas de dominación.
El regreso encubierto
Desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, que proclama la igualdad radical de todos los seres humanos ante Dios y la ley, esta tendencia es alarmante.
El ejercicio público del privilegio sin sanción es un escándalo. La historia ha establecido límites claros a la autoridad: figuras populares del teatro clásico como Fuente Ovejuna o El Alcalde de Zalamea, donde el pueblo actúa como custodio de la justicia.
Lo más preocupante es que esta nueva autoridad no se apoya en un marco moral compartido, sino en una especie de religión secular sin Dios, con sus propios dogmas, herejías y castigos sociales.
Ya no hay una delegación del poder basada en la voluntad común, sino una imposición cultural desde las élites mediáticas y tecnocráticas que rehuyen cualquier control externo, incluida la ley natural.
Recuperar la autoridad como servicio y vocación
Frente a este panorama, la propuesta católica es clara: la verdadera autoridad debe estar al servicio del bien común, fundada en la justicia y en la moral objetiva.
Solo así se puede restaurar la confianza social, evitar la fragmentación política y devolver sentido a las instituciones. Como enseñó Jesús: “el que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Mc 10,44).





